Consejos espirituales

Actitudes corporales

– La acción del Espíritu Santo en el orante no ignora que en la naturaleza de éste hay profundos vínculos entre lo psíquico y lo corporal. Sabemos, de hecho, que Jesucristo adoptaba al orar las posturas de la tradición judía, muy semejantes, por lo demás, a las de otras religiones. Y la tradición cristiana ha usado –eso sí, con flexibilidad, y sin darles demasiada importancia– ciertas actitudes físicas de oración.

San Juan Clímaco, monje en el Sinaí, gran maestro de espiritualidad (+649) decía: «Impongámonos en el exterior la actitud de la oración, pues en los imperfectos con frecuencia el espíritu se conforma al cuerpo». Y San Ignacio de Loyola proponía que el orante se colocara «de rodillas o sentado, según la mayor disposición en que se halla y más devoción le acompañe, teniendo los ojos cerrados o fijos en un lugar, sin andar con ellos variando» (Ejercicios 252). No dan estos maestros normas fijas, como si tuvieran ellas una eficacia mágica, pero sí recomiendan que se cuide la actitud corporal al orar.

En el Nuevo Testamento las posturas orantes más frecuentes son orar de pie (Mc 11,25; Lc 18,11) o de rodillas (Mc 29,36; Hch 7,60; 9,40; 20,36; 21,5; Ef 3,14; Flp 2,10), alzando las manos (1 Tim 2,8: alzar las manos es en el Antiguo Testamento sinónimo de orar: Sal 27,2; 76,3; 133,2; 140,2; 142,6) o sentados en asamblea litúrgica (Hch 20,9; 1 Cor 14,30). También es costumbre golpear el pecho (Lc 18,13), velar la cabeza femenina (1 Cor 11,4-5), los ojos al cielo (Mt 14,19; Mc 7,34; Lc 9,16; Jn 11,41; 17,1), los ojos bajos (Lc 18,13), hacia el oriente (Lc 1,78; 2 Pe 1,19).

Hacer la señal de la cruz sobre cabeza y pecho es uno de los gestos oracionales más antiguos (Tertuliano +220). Los monjes sirios, como San Simeón Estilita, oraban con continuas y profundas inclinaciones, vigentes hoy también en la liturgia oriental. Los Apotegmas nos cuentan que el monje Arsenio, «al atardecer del sábado, próximo ya el resplandor del domingo, volvía la espalda al sol y alzaba sus manos hacia el cielo, orando hasta que de nuevo el sol iluminaba su cara. Entonces se sentaba». Santo Domingo, de noche, adoptaba a solas en la iglesia ciertas actitudes orantes, que fueron espiadas y referidas por un discípulo suyo.

Hoy los cristianos de Asia y Africa siguen adoptando con frecuencia posturas de oración. En Occidente oscilan entre dos tendencias. Unos menosprecian las actitudes corporales de oración, incluso en la liturgia –por secularismo, por valoración de lo espontáneo y rechazo de lo formal, por ignorar la realidad natural del vínculo psico-somático, por contra-ley-. Otros han redescubierto las actitudes orantes –por acercamiento a la Biblia y a la tradición, por aprecio del yoga, zen y sabidurías orientales, por conocimientos de psicología moderna–. En todo caso, aun reconociendo este valor, parece inconveniente que el orante se empeñe en adoptar ciertas posturas si, por ser extrañas quizá a su costumbre, le crean una cierta tensión o resultan chocantes a la comunidad.

 

Consejos en la oración dolorosa

La oración es la causa primera de la alegría cristiana, pues, acercando a Dios, da luz y fuerza, confianza y paz. Sin embargo, puede ser dolorosa, incluso muy dolorosa, muy penosa. ¿Qué hacer entonces?

No nos extrañe que la oración duela. Recordemos, cuando esto suceda, lo que dice Sta. Teresa, explicando la comparación que pone sobre los diversos modos de «regar» en la oración el campo del alma (1-pozales, 2-noria, 3-canales y 4-lluvia):

«De los que comienzan a tener oración, podemos decir que son los que sacan agua del pozo, que es muy a su trabajo, que han de cansarse en recoger los sentidos, que, como están acostumbrados a andar dispersos, es harto trabajo. Han menester irse acostumbrando a que no se les dé nada de ver ni de oír. Han de procurar tratar de la vida de Cristo, y se cansa el entendimiento en esto. Su precio tienen estos trabajos, ya sé que son grandísimos, y me parece que es menester más ánimo que para otros muchos trabajos del mundo. Son de tan gran dignidad las gracias de después, que quiere [Dios que] por experiencia veamos antes nuestra miseria» (Vida 11,9.11-12). Y

Busquemos sólamente a Dios en la oración, y todo lo demás, ideas, soluciones, gustos sensibles, tengámoslo como añadiduras, que sólo interesan si Dios nos las da; y si no nos las concede en la oración, no deseemos encontrarlas en ella. No es cosa en la oración de «contentarse a sí, sino a El» (Vida 11,11). Y añade la Santa:

Estamos aún llenos de mil trampas y pecados, «¿y no tenemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades?» (2Moradas 7). Suframos al Señor en la oración, pues él nos sufre (Vida 8,6). «No hacer mucho caso, ni consolarse ni desconsolarse mucho, porque falten estos gustos y ternura… Importa mucho que de sequedades, ni de inquietudes y distraimiento en los pensamientos, nadie se apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el agua» (11,14.18).

Entreguemos a Dios nuestro tiempo de oración con fidelidad perseverante, por muchas trampas e impedimentos que ponga el Demonio, sin que nada nos quite llegar a beber de esa fuente de agua viva. La verdad es ésta: para llegar a esta fuente sagrada y vivificante es necesaria

«una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien mur-murare, siquiere llegue yo allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino perfecc. 35,2).

«Este poco de tiempo que nos determinamos a darle a El, ya que aquel rato le queremos dar libre el pensamiento y desocuparle de otras cosas, que sea dado con toda determinación de nunca jamás tornárselo a tomar, por trabajos que por ellos nos vengan, ni por contradicciones y sequedades; sin que ya, como cosa no mía, tenga aquel tiempo y piense me lo pueden pedir por justicia cuando del todo no se lo quisiere dar» (39,2).

Bendición + José María Iraburu (Enero 2008)

 

Dificultades en la oración (I)

Queridos adoradores:

La vida de oración, sobre todo en el cristiano poco espiritual, se ve dificultada por no pocas causas.

– Dificultades procedentes del mundo actual. Las rasgos peculiares del mundo moderno –ávido consumismo de objetos, noticias, televisión, viajes, diversiones, aturdimiento y desconcierto, aceleración histórica sin precedentes, velocidad, inestabilidad, violencia, prisa, culto a la eficacia inmediata– es muy opuesto a la oración.

El pueblo cristiano, incluso, que desde el principio (Hch 2,42) –como Israel, como el Islam—, fue sociológicamente un pueblo orante, hoy, al menos en los países ricos descris-tianizados, ha perdido a veces en individuos, familias y parroquias el hábito de la oración.

– Dificultades aparentes.

– Algunos cristianos atribuyen su falta de oración a las obligaciones y trabajos de su vida. Si esa situación viene de haber organizado la vida centrándola en el dinero, las diversiones y otros valores creados, pero no en Dios, ciertamente que esas dificultades son reales: hay que cambiar entonces horarios y modos de vida. Pero si esas obligaciones y trabajos vienen de la Providencia divina, entonces no pueden ser dificultades reales para la oración, sino estímulos para ella. Quizá dificulten tiempos largos de oración, pero no la misma vida de oración.

– Las distracciones pueden tener también origen culpable: la vana curiosidad, el uso excesivo de la TV, etc. Pero otras veces no. Se equivocan quienes estiman que la oración está sobre todo en el pensamiento, en tenerlo fijo en Dios. Santa Teresa les dirá:

Ignoran que «no todas las imaginaciones son hábiles de su natural para esto, mas todas las almas lo son para amar. Y el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho» (Fundaciones 5,2). Ignoran que en la oración, en medio de «esta baraúnda del pensamiento», la voluntad puede estarse recogida amando, haciendo verdadera y preciosa oración (4 Moradas 1,8-14). No se olvide –añade S.Juan de la Cruz– que «puede muy bien amar la voluntad sin entender el entendimiento» (2 Noche 12,7).

Por eso, aunque es evidente que las distracciones voluntarias suspenden la oración y ofenden a Dios, es preciso recordar que las involuntarias no ofenden a Dios ni cortan la oración, si la voluntad permanece amando. En fin, «no penséis que está la cosa en no pensar otra cosa, y que si os distraéis un poco, va todo perdido» (4 Moradas 1,7).

Como se ve, no pocas veces los cristianos que sinceramente quieren llevar, con la ayuda de la gracia, una vida de oración fiel y asidua, ven dificultades que no siempre son reales. Pero eso conviene conocer bien la doctrina espiritual verdadera sobre esta cuestión. Seguiremos considerándola.

Bendición + José María Iraburu (Febrero 2008)

 

Dificultades en la oración (II)

– Las obligaciones personales son entendidas también a veces como impedimentos para la oración difícilmente superables. Pero también esto requiere una clarificación. Las obligaciones honestas, las únicas reales, no tienen por qué ser impedimento para la vida de oración, sino que son ocasión y estímulo.

En cuanto a las deshonestas, son obligaciones falsas, yugos más o menos culpable-mente formados, que deben ser echados fuera. No es posible que una obligación verdadera, procedente de Dios, sea un impedimento para orar. Es la obligación falsa, la procedente del hombre, de uno mismo o de los otros, lo que puede impedir.

Las obligaciones verdaderas sólamente pueden impedir a veces las oraciones largas, pero éstas, con ser tan deseables, no son esenciales para el crecimiento en la oración, cuando la caridad o la obediencia no las permiten, al menos de modo habitual.

«No haya, pues, desconsuelo; cuando la obediencia [o la caridad] os trajera empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y en lo exterior» (Fundaciones 5,6-8). «El verdadero amante en todas partes ama y siempre se acuerda del amado. ¡Recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese tener oración! Ya sé yo que a veces no puede haber muchas horas de oración; pero, oh Señor mío, qué fuerza tiene ante Vos un suspiro salido de las entrañas, de pena por ver que podríamos estar a solas gozando de Vos» (5,16).

En resumen: Procure el cristiano, en principio, tener habitualmente largos ratos de oración, y no crea demasiado fácilmente que el Señor, que tanto le ama como amigo, no quiere dárselos; o no se engañe pensando que «todo es oración», así, sin más. Al leer los anteriores textos de Santa Teresa, adviértase que están escritos a religiosas, quizá más inclinadas a la oración que a las obras; pero hoy la mayoría de los cristianos tiende más a la acción que a la oración.

Procúrese, pues, oración larga, «pero, entiéndase bien, siempre que no haya de por medio cosas que toquen a la obediencia y al aprovechamiento de los prójimos. Cualquiera de estas dos cosas que se ofrezcan, exigen tiempo para dejar el que nosotros tanto desearíamos dar a Dios» (Fundaciones 5,3).

Y, eso sí, busque siempre el cristiano la oración continua, pues «aun en las mismas ocupaciones debemos retirarnos a nosotros mismos; aunque sólo sea por un momento, aquel recuerdo de que tengo compañía dentro de mí es de gran provecho» (Camino de Perfección 29,5).

Es el mismo consejo que da San Juan de la Cruz: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, ahora beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquiera otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón» (Cuatro avisos para alcanzar la perfección 9).

Bendición + José María Iraburu (Marzo 2008)

 

Dificultades en la oración (III)

– Dificultades reales.

Las dificultades verdaderas para la oración no están tanto en el mundo y el ambiente, ni en las obligaciones particulares, sino en la propia persona: en su mente y en su corazón.

El cristiano espiritual, libre de todo apego, se adhiere con amor al Señor, haciéndose con facilidad un solo espíritu con él (1 Cor 6,17). No experimenta el ejercicio de la oración como algo arduo, difícil, problemático, sino como un sencillo estar con el Señor, unas veces con más palabras, otras con menos, unas veces con gran consolación, otras en desolación, pero siempre con inmenso amor.

El cristiano todavía carnal, atado aún por mil lazos, lleno de apegos, vanos temores y vanas esperanzas, inquieto y constantemente perturbado por ruidos y tensiones interiores, se une al Señor difícilmente, laboriosamente, tanto en la oración como en la vida ordinaria. Por eso dice San Juan de la Cruz:

«Al desasido no le molestan cuidados ni en la oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad, hace mucha hacienda espiritual; pero para ese otro [que está asido] todo se le suele ir [al orar y al trabajar] en dar vueltas y revueltas sobre el lazo a que está asido y apropiado su corazón, y con diligencia aun apenas se puede libertar por poco tiempo de este lazo del pensamiento y gozo de lo que está asido el corazón» (3 Subida 20,3). Uno estará apegado a su salud, otro al dinero, otro al prestigio, a personas, a ciertas actividades y proyectos. Es igual. Está apegado a criaturas con un apego desordenado. Es como un globo aerostático atado en tierra, que no podrá alzar el vuelo hasta que no suelte las amarras.

Si piensa el principiante que sus dificultades en la oración van a ser superadas cuando cambien las circunstancias exteriores, cuando mejore su salud o disminuyan las ocupaciones, o gracias al aprendizaje de ciertas técnicas oracionales –antiguas o modernas, occidentales u orientales, individuales o comunitarias–, está muy equivocado. Para ir adelante en la oración lo que se necesita ante todo es perseverancia en ella, conciencia limpia y buen ejercitarse en las virtudes, todo lo cual es siempre posible, con la ayuda del Señor. Y sobre todo, mucho amor al Señor. Dice Santa Teresa:

«Toda la pretensión de quien comienza oración –y no se os olvide esto, que importa mucho– ha de ser trabajar y determinarse y disponerse en cuantas diligencias pueda a hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (2 Moradas 8).

Pero no espere el principiante, por supuesto, a tener virtudes para ir a la oración, pues la oración, precisamente, es «principio para alcanzar todas las virtudes», y hay que ir a ella «aunque no se tengan» (Camino de perfección 24,3).

 

San Pedro Julián Eymard y sus consejos espirituales sobre la adoración

San Pedro Julián Eymard“La adoración eucarística tiene como fin la persona divina de nuestro Señor Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento. Él está vivo, quiere que le hablemos, Él nos hablará. Y este coloquio que se establece entre el alma y el Señor es la verdadera meditación eucarística, es-precisamente- la adoración. Dichosa el alma que sabe encontrar a Jesús en la Eucaristía y en la Eucaristía todas las cosas…

“Que la confianza, la simplicidad y el amor os lleven a la adoración”.

“Comenzad vuestras adoraciones con un acto de amor y abriréis vuestras almas deliciosamente a su acción divina. Es por el hecho que comenzáis por vosotros mismos que os detenéis en el camino. Pero, si comenzáis por otra virtud y no por el amor vais por un falso camino…..El amor es la única puerta del corazón”.

“Ved la hora de adoración que habéis escogido como una hora del paraíso: id como se fuerais al cielo, al banquete divino, y esta hora será deseada, saludada con felicidad. Retened dulcemente el deseo en vuestro corazón. Decid: “Dentro de cuatro horas, dentro de dos horas, dentro de una hora iré a la audiencia de gracia y de amor de Nuestro Señor. Él me ha invitado, me espera, me desea”

“Id a Nuestro Señor como sois, id a Él con una meditación natural. Usad vuestra propia piedad y vuestro amor antes de serviros de libros. Buscad la humildad del amor. Que un libro pío os acompañe para encauzaros en el buen camino cuando el espíritu se vuelve pesado o cuando vuestros sentidos se embotan, eso está bien; pero, recordaos, nuestro buen Maestro prefiere la pobreza de nuestros corazones a los más sublimes pensamientos y afecciones que pertenecen a otros”.

“El verdadero secreto del amor es olvidarse de sí mismo, como el Bautista, para exaltar y glorificar al Señor Jesús. El verdadero amor no mira lo que él da sino aquello que merece el Bienamado”.

“No querer llegarse a Nuestro Señor con la propia miseria o con la pobreza humillada es, muy a menudo, el fruto sutil del orgullo o de la impaciencia; y sin embargo, es esto que el Señor más prefiere, lo que Él ama, lo que Él bendice”.

“Como vuestras adoraciones son bastante imperfectas, unidlas a las adoraciones de la Santísima Virgen”.

“Se estáis con aridez, glorificad la gracia de Dios, sin la cual no podéis hacer nada; abrid vuestras almas hacia el cielo como la flor abre su cáliz cuando se alza el sol para recibir el rocío benefactor. Y si ocurre que estáis en estado de tentación y de tristeza y todo os lleva a dejar la adoración bajo el pretexto que ofendéis a Dios, que lo deshonráis más que lo servís, no escuchéis a esas tentaciones. En estos casos se trata de adorar con la adoración de combate, de fidelidad a Jesús contra vosotros mismos. No, de ninguna manera le disgustáis. Vosotros alegráis a Vuestro Maestro que os contempla. Él espera nuestro homenaje de la perseverancia hasta el último minuto del tiempo que debemos consagrarle”.

“Orad en cuatro tiempos: Adoración, acción de gracias, reparación, súplicas”.

“El santo Sacrificio de la Misa es la más sublime de las oraciones. Jesucristo se ofrece a su Padre, lo adora, le da gracias, lo honra y le suplica a favor de su Iglesia, de los hombres, sus hermanos y de los pobres pecadores. Esta augusta oración Jesús la continúa por su estado de víctima en la Eucaristía. Unámonos entonces a la oración de Nuestro Señor; oremos como Él por los cuatro fines del sacrificio de la Misa: esta oración reasume toda la religión y encierra los actos de todas las virtudes…”

“1. Adoración: Se comenzáis por el amor termineréis por el amor. Ofreced vuestra persona a Cristo, vuestras acciones, vuestra vida. Adorad al Padre por medio del Corazón eucarístico de Jesús. Él es Dios y hombre, vuestro Salvador, vuestro hermano, todo junto. Adorad al Padre Celestial por su Hijo, objeto de todas sus complacencias, y vuestra adoración tendrá el valor de la de Jesús: será la suya.

2. Acción de gracias: Es el acto de amor más dulce del alma, el más agradable a Dios; y el perfecto homenaje a su bondad infinita. La Eucaristía es, ella misma, el perfecto reconocimiento. Eucaristía quiere decir acción de gracias: Jesús da gracias al Padre por nosotros. Él es nuestro propio agradecimiento. Dad gracias al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo…

3. Reparación: por todos los pecados cometidos contra su presencia eucarística. Cuánta tristeza es para Jesús la de permanecer ignorado, abandonado, menospreciado en los sagrarios. Son pocos los cristianos que creen en su presencia real, muchos son los que lo olvidan, y todo porque Él se hizo demasiado pequeño, demasiado humilde, para ofrecernos el testimonio de su amor. Pedid perdón, haced descender la misericordia de Dios sobre el mundo por todos los crímenes…

4. Intercesión, súplicas: Orad para que venga su Reino, para que todos los hombres crean en su presencia eucarística. Orad por las intenciones del mundo, por vuestras propias intenciones. Y concluid vuestra adoración con actos de amor y de adoración. El Señor en su presencia eucarística oculta su gloria, divina y corporal, para no encandilarnos y enceguecernos. Él vela su majestad para que oséis ir a Él y hablarle como lo hace un amigo con su amigo; mitiga también el ardor de su Corazón y su amor por vosotros, porque sino no podríais soportar la fuerza y la ternura. No os deja ver más que su bondad, que filtra y sustrae por medio de las santas especies, como los rayos del sol a través de una ligera nube.

El amor del Corazón se concentra; se lo encierra para hacerlo más fuerte, como el óptico que trabaja su cristal para reunir en un solo punto todo el calor y toda la luz de los rayos solare. Nuestro Señor, entonces, se comprime en el más pequeño espacio de la hostia, y como se enciende un gran incendio aplicando el fuego brillante de una lente sobre el material inflamable, así la Eucaristía hace brotar sus llamas sobre aquellos que participan en ella y los inflama de un fuego divino… Jesús dijo: « he venido a traer fuego sobre la tierra y cómo querría que este fuego inflamase el universo. » « Y bien, este fuego divino es la Eucaristía », dice san Juan Crisóstomo. Los incendiarios de este fuego eucarístico son todos aquellos que aman a Jesús, porque el amor verdadero quiere el reino y la gloria de su Bienamado”.