Marcelino Iragui Redín, OCD. Cuaderno 3

1. LA EUCARISTÍA ES INTERCESIÓN

“El Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan dando gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Así mismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre…” (1Co 11,23ss).

Este es el relato más antiguo de la institución de la eucaristía, escrito hacia año 53 de nuestra era. Asistimos a la última cena de Jesús. Según el rito judío el padre de familia, al principio de la cena toma el pan en forma de torta, pronuncia la bendición, lo parte y lo reparte entre los comensales, haciéndoles así partícipes de la bendición de Dios. Al final de la cena toma una copa de vino (la tercera y última) y da gracias. Todos responden “amén”, y cada uno bebe de su copa. Jesús en la última cena pasa su propia copa, para que todos los presentes compartan esta copa de la nueva alianza en su sangre.

En esta cena sagrada Jesús dice y el Espíritu hace algo transcendental; algo que marca la transición de la antigua a la nueva pascua, del antiguo testamento al nuevo. “Esto es mi cuerpo”, “Esta es la copa de mi sangre”. Esto que vuestros sentidos perciben como pan, como vino, es mi cuerpo, es mi sangre. El pan y vino se transforman y se identifican con su cuerpo y sangre. La persona de Cristo está entera y se entrega entera tanto bajo la especie de pan como del vino.

Ante la postura protestante, el Concilio de Trento define la transubstanciación: el pan y vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, de modo que aquí no hay pan ni vino, sino sólo apariencia de ellos, especies sagradas. En un derroche de amor el Señor se hace presente no solo durante la misa, sino mientras duran las especies sagradas. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), prometió Jesús, y lo cumple del modo más sorprendente en la eucaristía. Este es el sacramento de su presencia más real y plena. Aquí está realmente Jesús Hijo de Dios e hijo de María con su cuerpo resucitado invisible a los ojos de la carne, sólo accesible por la fe. Dichosos los que sin ver creen. Vemos pan; la fe nos dice es el Hijo de Dios. ¡¡¡Venid, adorémosle!!!

Acción de gracias e intercesión

Jesús de Nazaret es la obra maestra del Espíritu. En la Encarnación el Espíritu puso especial cuidado al formar su corazón. Por eso el corazón de Jesús desborda de gratitud. Cuando se dirige al Padre, lo primero que brota de sus labios es, “¡Gracias, Abba! El corazón de Jesús se deshace en amor al Padre y a los que el Padre le ha dado (Jn 17,24). En la eucaristía queda plasmada para siempre esa actitud de gratitud dirigida al Padre, y de amor que se entrega a los suyos.

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1). Así introduce Juan la cena pascual. El amor de Jesús encarnado en la entrega del pan y el vino eucarístico anticipa su entrega en la muerte redentora en la cruz. Es el mismo amor sin fin. Por eso, la presencia de Jesús en la eucaristía no sólo es signo, sino también fuente de su amor sin fin. Acaso nuestra mejor intercesión es acoger ese amor infinito a beneficio de los que lo rechazan o ignoran; y amar al Amor de los amores con los que mejor le aman, y por los que no le aman.

La Iglesia, desde Pentecostés, movida por el Espíritu celebra la cena del Señor, el partir del pan, la eucaristía (el término eucaristía se generaliza desde el siglo II). Eucaristía literalmente significa acción de gracias. Realmente es la acción de gracias ¡digna de Dios! En la eucaristía, por Cristo, con él y en él, la Iglesia bendice y alaba a Dios por todo lo que Dios es, y le da gracias por todo lo que ha hecho en beneficio nuestro, de la humanidad y del cosmos (Rm 8,19-25).

“Haced esto en memoria mía”, es Jesús hecho eucaristía quien nos lo dice. Sed vosotros una eucaristía conmigo; haced de nuestra vida una continua acción de gracias; una alabanza constante. Este es el modo de vivir nuestra vida nueva en Cristo: “Llenaos del Espíritu Santo, recitando entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados, alabando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en nombre del Señor Jesús” (Ef 5,18-20).

Gracias a la renovación carismática millones de católicos han descubierto la belleza y el poder de la alabanza. Y alaban al Señor de corazón comunitaria y personalmente, según esta exhortación del apóstol. Ser una eucaristía con Jesús implica eso, y algo más. Implica ser cada uno de nosotros una alabanza y acción de gracias viva. Nos lo recuerda el mismo apóstol. “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha elegido antes de crear el mundo, para ser nosotros alabanza de su gloria…” (Ef 1,3ss). Tal es nuestro destino glorioso. Los proyectos de Dios llevan garantía divina. “Vosotros los que habéis escuchado la palabra de la verdad, habéis sido sellados con el Espíritu Santo prometido, el cual es garantía de vuestra herencia para la plena liberación del pueblo de Dios y alabanza de su gloria” (Ef,1,13s).

En la eucaristía se da la presencia más plena de Cristo Jesús entre nosotros, y su entrega más plena al Padre en favor de todos los hombres. Por eso en la eucaristía la acción de gracias es inseparable de la intercesión universal. Esta es la intercesión más poderosa y decisiva con que contamos todos los redimidos. “Jesús posee un sacerdocio inmutable, porque permanece para siempre. De ahí que puede salvar perfectamente a aquellos que por él se acercan a Dios, estando siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7,24s). “El entró una vez para siempre en el santuario con su propia sangre, que purifica nuestra conciencia se sus obras muertas, para servir al Dios vivo” (Hb 9,12).

Toda la vida y actividad de Jesús es intercesión, pues todo lo hizo en favor de sus hermanos, los hombres, para su salvación y santificación. La persona misma de Jesús es intercesión. “Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús” (1Tm 2,5). Cristo murió, destruyendo así el poder del pecado; resucitó, venciendo así a la muerte; y fue exaltado a la diestra de Dios, donde intercede por nosotros (Rm 8,34). Eso nos anima a sus amigos a presentarnos ante el trono de gracia para interceder en favor de todos aquellos por los que Cristo Jesús ofreció su vida en la cruz, y la ofrece hoy en la eucaristía. “Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno” (Hb 4,14-16). La presencia eucarística de Jesús es nuestro mejor atajo para llegar al trono de la gracia tanto en alabanza y acción de gracias, como en humilde intercesión y súplica.

La intercesión es un ministerio sacerdotal. Cuando el cristiano intercede, actualiza su sacerdocio real (1P 2, 9s). Aunque no esté pensando en ello, al interceder participa activamente en el sacerdocio de Cristo, “que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre, y nos ha hecho un reino y sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,5s). Interceder es, no sólo presentar súplicas en favor de otros; también adorar, alabar, cantar, sobre todo, amar de parte de otros. Este es el mejor ejercicio del sacerdocio real

La intercesión es también un ministerio eucarístico, que sólo se vive saliendo de uno mismo, entrando en el corazón eucarístico de Cristo Jesús, y ofreciéndose con él al Padre con su misma actitud, por sus mismas intenciones. “Ofreceos a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Tal será vuestro culto espiritual” (Rm 12,1). ¿Qué mejor intercesión que pedir al Espíritu Santo fusione nuestro corazón con el de Jesús y, conscientes de que ahí están todos los redimidos, ofrecer al Padre el amor infinito de ese corazón?

Nueva alianza en la sangre de Cristo

La eucaristía actualiza la nueva y eterna alianza entre Dios y el mundo, sellada en la sangre de Cristo. Alianza es un pacto sagrado, base de nueva relación. Ejemplo: Un hombre y una mujer se quieren, pero sólo son amigos; si contraen matrimonio se convierten en esposos. La antigua alianza del Sinaí es una especie de matrimonio entre Dios y su pueblo escogido. Se expresa muchas veces en una fórmula matrimonial: “Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo”. Se selló en una solemne ceremonia con la sangre de sacrificios de reconciliación (Ex 24,4ss). Y recibió como apoyo divino una ley muy superior a las de otros pueblos.

La antigua alianza y su ley eran preparación y anuncio de una nueva alianza y nueva ley inmensamente superiores. Así lo anunciaban los profetas, como Jer 31,31ss. Así lo ratificó Jesús en la última cena. Si grande fue la sorpresa y gozo de los comensales cuando escucharon al Maestro decir, Esto es mi cuerpo”, mayor fue su asombro cuando al final, tomando la copa de vino, les dice: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1Co 11, 25). La sangre preciosa de Jesús ha sellado una nueva y definitiva alianza entre Dios y los redimidos. Los que aceptamos esa alianza recibimos una nueva ley, una ley viva y vivificadora. La nueva ley, que Dios escribe en nuestros corazones, es nada menos que el Espíritu de Pentecostés.

Juan Pablo II: “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Desde que en Pentecostés el Pueblo de la Nueva Alianza ha comenzado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza. Con razón lo proclama el Vaticano II fuente y cima de toda la vida cristiana” (Ecclesia de Eucharistía n.1).

En la eucaristía se anuncia y perpetúa el sacrificio de la Cruz: “Cristo nuestro cordero pascual, ha sido inmolado” (1Co 5,7). Al celebrar la eucaristía el drama del Calvario se hace realidad ante nosotros. “¿Estabas tú allí cuando crucificaron a mi Señor?”, solía preguntar un cantante negro. Si, todos estábamos y estamos allí, como acusación. Todos estábamos como beneficiarios. Los intercesores estamos, con María Madre, como acompañantes y socios.

Juan Pablo II: “Todo lo que Cristo es, todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación, y se realiza la obra de nuestra redención. Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así todo fiel puede participar en él y obtener sus frutos inagotablemente”. (Ibid n.11).

Ante la nueva invasión de paganismo en el mundo occidental, el Señor necesita un gran ejército de intercesores. Interceder, ante todo, es apoyarse en lo que el divino Salvador ha hecho por nosotros y por toda la humanidad. “Dios, por medio de Cristo estaba reconciliando (y en la eucaristía continúa reconciliando) el mundo, no teniendo en cuenta sus pecados” (2 Co 5,19). “El hizo de los dos (judíos y paganos) un solo cuerpo y los ha reconciliado con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad” (Ef 2,16). Ante Jesús sacramentado es el mejor lugar y momento de pedir la conversión del mundo (reconciliación con Dios); y la paz (reconciliación mutua) de los pueblos.

Ante una situación imposible, de esas que abundan hoy, debemos orar, “santificado sea tu nombre, venga tu reino, Señor”. Al pensar en personas importantes que rechazan a Dios, orar de su parte: “Venga tu reino, Señor”. Y adorar y alabar a nuestro Salvador de su parte… Y dejar que el Espíritu interceda, orando en lenguas: Rm 8,26s…

El Reino de Dios viene en cuanto los hombres aceptan la voluntad de Dios: su proyecto de salvación; se abren a su amor misericordioso; se someten al señorío de Jesús ; se dejan guiar por su Espíritu santificador.

Los hombres somos lentos para salir del encasillado de nuestros pensamientos, para negar nuestra voluntad y aceptar la de Dios. De ahí la necesidad de perseverar en la oración, aún cuando no se vean resultados inmediatos. Ejemplo a seguir: el de la viuda, persona indefensa, que persevera en su petición hasta que es atendida su demanda (Lc 18,1-8).

Por lo demás, Jesús ofrece a los intercesores un trueque muy ventajoso: “Cuida de los intereses de mi reino; yo me cuidaré de los tuyos”, nos dice. Mt 6,33.

Tres gracias a pedir

Al comienzo de encuentros algo prolongados de intercesión, es bueno ungir a los participantes con óleo sacramental, pidiendo el carisma de intercesión universal, que implica sobre todo esta triple gracia.

1. Que Jesús se instale en nosotros para amar y orar en su persona, ya que el Padre no rehusa nada a su Hijo amado. Por el bautismo estamos ya vitalmente unidos a Jesús, como sarmientos a la vid (Jn 15). Pero es preciso vaciarnos de nuestro yo, para que el Espíritu pueda llenarnos de Jesús, comunicándonos sus pensamientos y sentimientos; sobre todo su amor infinito a la voluntad del Padre, su tierno amor a la Iglesia y su gozo de tenerla como esposa, y su deseo de que todos los hombres se salven.

San Juan de la Cruz: “A aquella alma se comunica Dios más que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios. Y la que totalmente la tiene conforme y semejante, totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente. A esta alma, desnudada por Dios de todo lo que no es Dios, le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (2 Subida. 5,4..7).

En la persona así transformada, Dios sólo ve a Jesús; lo que escucha desde ella es la voz de Jesús clamando en favor de sus hermanos. Quien con frecuencia se sumerge en el silencio sagrado del Santísimo Sacramento, se va adentrando en el alma de Jesús, y lleva camino de esa transformación. Quien se adentra en el alma de Jesús puede orar “en el nombre de Jesús” (Jn 16,23), interceder en la persona de Jesús. Su oración siempre llega al corazón de Dios.

2. La gracia de poder aparcar en el corazón de Jesús todas nuestras preocupaciones y nuestros intereses particulares, sabiendo él se cuidará de todo ello (Mt 6,33). De ese modo nuestro corazón queda libre para poder acoger y abrazar a todos los necesitados de la misericordia divina; a toda li Iglesia y todo el mundo.

3. Vivir a fondo la comunión de los santos. Junto a Jesús está siempre su Madre y nuestra, la Virgen María, que a todos nos lleva en el corazón, y muy dentro de él a los intercesores. Junto a Jesús y María están todos los bienaventurados que se interesan por sus hermanos peregrinos. En esa comunión entran las órdenes contemplativas y tantos intercesores anónimos, cuyos nombres están inscritos en el cielo.

La unión hace la fuerza. En el siglo XVI el arquitecto Fontana erigió en Plaza de San Pedro un obelisco egipcio de 25 mts. Para ello se emplearon 1500 hombres, además de numerosas bestias; todos actuando bajo la dirección del mismo arquitecto. Para que la intercesión universal sea eficaz, es preciso que muchas personas oren de mutuo acuerdo (Mt 18,19s). Por eso suelen fijarse ciertas intenciones concretas para cada sesión. Lo esencial es que todos los intercesores se mantengan abiertos y dóciles al Espíritu Santo, el gran arquitecto que dirige la construcción de la Iglesia.

 

2. HACIA UNA EUCARISTÍA MÁS COMPLETA

“Haced esto en memoria mía”, dijo Jesús. Y la Iglesia lo viene haciendo estos 2000 años, y lo seguirá haciendo hasta que el Señor vuelva en gloria. La memoria, al celebrar la eucaristía, es mucho más que un recuerdo. La memoria se hace realidad presente. Esa memoria permite a los participantes sentarnos con Jesús a su mesa.

Sobre el altar de una iglesia hay un gran cuadro representando la última cena. Una persona estaba orando en esa iglesia justo antes de comenzar la santa misa, y quedó sorprendida al ver que todos los comensales habían desaparecido del cuado; solo quedaba a la mesa Jesús. Y le pareció oír este mensaje: “Ahora os toda a vosotros ocupar esos puestos”.

En la misa todo es misterio: realidad que supera la mente; sólo lo capta la fe, se vive en el corazón, y nutre el alma. La última cena inaugura y contiene el misterio pascual: la pasión, muerte y resurrección del divino Salvador. Lo que sucedió hace dos mil años en Jerusalén tiene lugar aquí ahora, cuando celebramos la eucaristía. Y nosotros somos parte de ello. En realidad, podemos ser parte más plenamente que los comensales de la última cena. Entonces fue Jesús en su existencia mortal quien dijo: “Esto es mi cuerpo”. Ahora es Jesús resucitado quien lo dice; el celebrante sólo le presta su voz a Jesús, quien dice: “Esto es mi cuerpo”; y lo dice de un modo diferente, más pleno que en la última cena.

Para explicarlo escuchamos al mismo Jesús: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto” (Jn 12,24). Antes de la resurrección Jesús dispone de un cuerpo individual obra del Espíritu Santo y de la Virgen Madre. Después de su muerte resucita dotado de un muevo cuerpo, obra también del Espíritu y de la virgen madre Iglesia. “Todos nosotros fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Co 12,12). “La Iglesia es su cuerpo” (Ef 1,23).

Quien ahora ofrece el sacrifico eucarístico es el Cristo total, cabeza y miembros de su cuerpo. Cuando ahora Cristo dice, “Esto es mi cuerpo”, te incluye a ti, a mi, a todos los bautizados. San Agustín: Al celebrar la eucaristía “en aquello que la Iglesia ofrece, se ofrece a sí misma” como cuerpo de Cristo.

Por eso en la misa se da una doble epíclesis: Se invoca al Espíritu para que consagre el pan y vino en cuerpo y sangre de Cristo. Y después de la consagración se le invoca para que consagre a los participantes en cuerpo de Cristo.

Consagrar es acción propia del Espíritu Santo. Al consagrar, el Espíritu toma posesión de una criatura, la introduce en Dios, la transforma por dentro, la configura con Cristo, la unge y penetra con la santidad de Dios, la deifica. Nuestra primera consagración, la más básica, es el bautismo. En él todo nuestro ser, incluso nuestro cuerpo, es consagrado como templo de Dios (1Co 6,19s). Esa consagración se renueva y profundiza en cada misa por la acción del Espíritu Santo, cuando el Sacerdote eterno dice, “Esto es mi cuerpo”. Por tanto, “glorificad a Dios en vuestro cuerpo”; no lo profanéis entregándolo a la concupiscencia.

¿Qué sucede cuando por la edad o enfermedad el consagrado se convierte en un vegetal…? El Espíritu Santo continúa su obra de consagración y santificación. Acaso esta sea la parte más bella de su vida, la identificación más plena con la víctima eucarística; la entrega más total de todo su ser a su Dios y Creador. La vida del cristiano nunca será una vida inútil; es una eucaristía con Cristo Jesús.

¿Que no sacas nada de la misa?

Algunos se lamentan: “No saco nada de la Misa”. Hay que preguntarles: “¿Pones algo tuyo en la Misa?” Pon tus trabajos, cansancios, sufrimiento, tus miserias y pecados, tus penas y alegrías… pon tu buena voluntad… Y sacarás más de lo que imaginas o deseas. Todo cuanto pones sobre el altar se consagra y transforma.

Las palabras de Jesús “Esto es mi cuerpo… Haced esto en memoria mía” hay que tomarlas en un doble sentido:

a) Haced presente mi cuerpo y sangre como sacrificio de la nueva alianza y alimento de mi pueblo.

b) Haced de vuestra vida un don total: Os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo… (Jn 13,15). Las gotas de agua añadidas al vino simbolizan nuestra presencia y ofrenda, unida, fusionada con la de Cristo.

Vaticano II: “El divino sacrificio de la Eucaristía contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia… La Iglesia procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como mudos espectadores, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada juntamente con el sacerdote, y se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí, para que Dios sea todo en todos” (SC 2 y 48).

Nadie debe ir a “oír la santa misa”. En la eucaristía por su incorporación a Cristo, cada cristiano es oferente y ofrenda, sacerdote y sacrificio, junto con Cristo y la Iglesia. Oferente, en virtud de su sacerdocio real: “Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real” (1P 2,9). Junto con el sacerdote ordenado que preside y consagra, todo fiel bautizado puede ofrecer el cuerpo y la sangre de Cristo; y, junto con él, su propia persona, su familia, la Iglesia, el mundo…

Y cada cristiano es ofrenda, por ser miembro vivo del cuerpo de Cristo. Bien puede decir como san Ignacio de Antioquia: “Soy trigo de Dios, molido por los dientes de las fieras, seré pan de Cristo” Y puede orar con la Imitación de Cristo: “Señor, deseo ofrecerme a mí mismo en voluntaria oblación y ser siempre tuyo. Con sencillez de corazón te ofrezco hoy mi persona como siervo perpetuo, como obsequio y sacrificio de eterna alabanza. Acéptame unido a la santa ofrenda de tu precioso cuerpo inmolado; que sirva para mi salvación y la de todo el pueblo cristiano” (IV,8).

“Ofreced vuestro cuerpo como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es el culto que debéis ofrecer” (Rm 12,1). Comenta san Pedro Crisólogo: “El Apóstol exhorta a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esa víctima. Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre… Procura, pues, ser tu mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha concedido. Haz de tu corazón un altar, toma en tus manos la espada del Espíritu, y presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio” (Breviario II pag 657s) ¡Que bella nuestra vida cuando hacemos de ella una oblación, unida a la de Jesús.

La idea que muchos cristianos de fe endeble tienen de Dios parece ser la de un mago fracasado. Ante una desgracia se preguntan: “¿Si Dios es nuestro Padre, por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? ¿Por qué no dice una palabra mágica y lo remedia de una vez?”

Dios tiene un proyecto de salvación, que no excluye el sufrimiento; lo integra y utiliza para ese fin. A sus hijos nos invita a entrar libremente en su proyecto. Cuando lo hacemos, descubrimos que todo es gracia: Rm 8,28… Los santos han encontrado en el sufrimiento una mina de gracia para su propia santificación y para la salvación del mundo.

El gran proyecto de Dios lo inauguró su Hijo, con su misterio pascual. A Jesús le supuso la lucha más tremenda: “Entró en agonía y sudaba gotas de sangre, y oraba más intensamente” (Lc 22,44). Fortalecido por la oración perseverante, y sostenido por el Espíritu eterno (Hb 9,14), Jesús realizó la gran obra. Le costó toda su sangre, su vida. Pero así entró en la gloria (Lc 24,26). Y a nosotros nos abrió el camino de la gloria, con el pasaje y la entrada pagados.

La eucaristía es el momento de unir a la pasión de Cristo nuestros sufrimientos y los de nuestros seres queridos; los sufrimientos de la Iglesia y de toda la humanidad. “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” Col 1,24). Por muy ordinaria, monótona y oscura que sea tu vida, si te unes al sacrificio eucarístico de Jesús, adquiere un valor infinito. Por muy poco que viajes, puedes ofrecer a Dios todo el dolor del mundo, unido al sacrificio de Jesús y tuyo, y así acarrear bendiciones divinas sobre el mundo. Ordinaria y oscura fue la vida de santa Teresita. ¿Su valor para la causa de Cristo? Incalculable.

¿Qué tu vida no cambia?

Otros se lamentan: “Voy a misa todos los días y mi vida no cambia”. A estos hay que preguntarles: “¿Es tu vida una misa continuada?” San Francisco Asís a sus frailes: “Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega”. Vivir la eucaristía es entregar la vida por los hermanos. Quien vive la eucaristía no puede seguir como siempre buscando sus intereses, siguiendo sus gustos… Ha de estar dispuesto a ofrecer en favor de sus hermanos, su tiempo, su atención, sus habilidades, su persona.

Y algunos añaden: “Comulgo todos los días, y todo sigue igual”. Estos deben preguntarse: “¿Es mi comunión completa?” La eucaristía es comida, comunión. Jesús compara el reino de los cielos a un banquete de bodas (Mt 22). Comer de la misma mesa o fuente significa fraternidad; es como recibir vida de la misma fuente, de los mismos padres.

La Iglesia hace la eucaristía; la eucaristía hace la Iglesia, la comunión perfecta. San Juan Crisóstomo: “El pan es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos, sino un solo cuerpo. Como el pan compuesto por muchos granos de trigo es uno, así nosotros estamos unidos recíprocamente unos con notros y, todos juntos, con Cristo”.

Juan Pablo II: “A los gérmenes de disgregación entre los hombres, tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza regeneradora de unidad del cuerpo de Cristo. La eucaristía, construyendo la Iglesia, crea comunidad entre los hombres” (Ibid n. 24).

Al recibir la comunión eucarística se vive más a fondo la comunión de los santos, koinonia. Nos adentramos en el misterio de la vida trinitaria; entramos en contacto personal con la Virgen María y los santos, con nuestros antepasados, con nuestros amigos aquí abajo y con todos los que gozan de la vida de Dios. Nos encontramos «en la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos” (Hb 12,23). Por eso debemos buscar la ayuda de los santos, especialmente de la Virgen Madre, para acoger dignamente al Señor, alabarle y agradecer su visita y su entrega; así como también para trabajar e interceder por el reino de Dios.

“Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11s), porque vino disfrazado de carpintero, de predicador ambulante, amigo de pecadores. La historia se repite. Cristo viene y se esconde en la comunidad, en los pobres, indefensos, enfermos, marginados. Desde ellos nos mira; desde ellos nos llama sin palabras. En la Encarnación Cristo he hizo presente en todos y cada uno de los seres humanos. A allí continúa.

Hace años a un amigo suyo bastante miope, Jesús le dijo: «Hasta ahora me has visto y honrado en los agraciados. Es hora de que me descubras en los desgraciados. En las personas buenas y bellas es fácil verme, porque están revestidas de mi bondad y belleza. En los que tenéis por malos y desgraciados es difícil verme, porque yo estoy revestido de su fealdad y miseria. Para descubrirme en ellos tienes que contemplarme como me vio el profeta: Sin gracia ni belleza para atraer la mirada. Despreciado, deshecho de la humanidad, hombre de dolores…” (Is 53).

Así se encuentra Jesús hoy, desecho de la humanidad: cubierto con harapos físicos, psíquicos y espirituales. Los seres más desgraciados son, sin duda, los que pasan de Dios, o lo rechazan. También en ellos está Jesús; y desde cada uno de ellos clama al Padre. Esa es la base de nuestra esperanza. Nosotros, adoradores, debemos adorar a Jesús en ellos; y nosotros intercesores, desde ellos junto con Jesús debemos clamar y alabar a Dios.

La eucaristía es Presencia real. Gran verdad que aceptamos en fe: vemos pan; pero adoramos y recibimos a Cristo. También es real la misteriosa presencia del Salvador en la comunidad (Mt 18,20), en los pobres, marginados… Vemos, acaso, el desecho de la humanidad; pero servimos a Cristo oculto en ellos: “A mí me lo hicisteis” (Mt 25,34ss). En su cuerpo eucarístico Jesús está para que nos alimentemos de él. En su cuerpo místico para que le alimentemos con nuestro servicio, cariño y amor. San Agustín: “No abras la boca, sino el corazón. Lo que nos alimenta no es lo que vemos, sino aquello en que creemos”.

La Madre Teresa de Calcuta decía de sus hermanas: “Si nosotras no recibiéramos todos los días a Jesús en la Eucaristía, no podríamos llevar Jesús a los pobres, y no podríamos encontrar a Jesús en los pobres”. Y bien podría añadir: si nosotras no encontrásemos todos los días a Jesús en los pobres, nuestra comunión con Jesús no sería completa.

La eucaristía es una fuerza divina transformadora metida en la entraña del cristiano. El que se nutre de ella se convierte en un tabernáculo del divino Salvador, en un anuncio del reino, en un gesto salvífico de Dios para todos, en una intercesión callada a favor de todos.

Juan Pablo II: “Al participar en el sacrificio eucarístico no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Más aún, nosotros vivimos gracias a él: el que me coma vivirá por mí (Jn 6,57). En la comunión eucarística se realiza de modo sublime que Cristo y el discípulo estén el uno en el otro: Permaneced en mí, como yo en vosotros (Jn 15,4). De ese modo el pueblo de la nueva alianza se convierte en “sacramento” para la humanidad” (Ibid n.22).

A la invitación del Maestro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo…”, nuestra respuesta ha de ser: “Señor, toma y come, esto es mi cuerpo, mi sangre, mi vida”. San León Magno Papa: “Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que comemos. Seamos portadores en nuestro espíritu y en nuestra carne de aquel en quien y con quien hemos sido muertos, sepultados y resucitados” (Breviario II, pag. 563). Por eso, la recepción del sacramento hace que nosotros seamos sacramento (señal de su presencia) para otros en nuestro entorno; y la fe hace que otros en nuestro entorno sean sacramento (señal de su presencia) para nosotros.

En la eucaristía recibimos a Jesús una vez al día. En los necesitados tantas veces. San Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo honres en el templo con lienzos de seda, si al salir lo dejas en su frío y desnudez. Da primero de comer al hambriento, y luego con lo que sobre adornarás la mesa del Señor. Al adornar el templo, no desprecies al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro” (PG. 58,508).

Nuestra devoción eucarística se manifiesta, no sólo visitando el Santísimo, sino también visitando a un enfermo, un anciano solo, una cárcel; acogiendo a un emigrante; compartiendo nuestros bienes, a través de alguna organización, con tantos millones que viven en extrema pobreza, por las desigualdades escandalosas del mundo actual. El 20% de los seres humanos disponen de más del 80% de los recursos de nuestro planeta. Es la historia del rico Epulón y del pobre Lázaro.

Uno de los mayores sufrimientos en la sociedad actual se debe a la soledad y vaciedad de alma que a tantos atormenta. Es el resultado de la primera tentación no vencida (Mt 4,3s). El hombre vive no sólo de pan, no sólo de bienes de consumo y de tecnología. Necesita de Dios. La situación se agrava al convertirse el tiempo en un bien de consumo administrado avara y egoístamente. Una gran obra de misericordia es dar del propio tiempo al necesitado de desahogarse.

Tres modos de perder el tiempo muy provechosamente: 1. Escuchando a personas que necesitan hablar y desahogarse. 2. Haciendo compañía a Jesús en el sagrario. 3. Intercediendo por la Iglesia y por el mundo ante el trono de la divina misericordia.

Cuando Cristo Jesús se entrega nosotros en la sagrada comunión, se nos entrega con su santidad infinita. ¡Apropiémosla y seremos santos! Se nos entrega con sus méritos infinitos. Ofrezcamos esos méritos por la santificación de su Iglesia, por la salvación de todos los redimidos.

 

3. LA EUCARISTÍA Y EL PADRE

¿La obra más sorprendente de Dios? La Encarnación. ¡Dios se hace hombre, por amor a los hombres! La Eucaristía le añade un nuevo estupor. ¡Dios se hace comida para los hombres! Tanto en la encarnación como en la eucaristía intervienen activamente las tres Personas divinas, participa toda la iglesia, se beneficia toda la humanidad y todo el cosmos.

El Padre nos ama con amor desmedido y entrega a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado, sino en que Dios nos amó a nosotros y envió a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados” (1Jn 4,10). Abrahán, dispuesto a sacrificar su hijo único (Gen 22), es una pálida sombra del Padre Dios que sufre a lo divino al ver a su Hijo amado muriendo en la cruz, víctima de nuestros pecados (2Co 5,21). Cuando comprendamos el dolor del Padre sabremos cuánto nos ama a los pecadores y cómo aborrece el pecado.

El Hijo “nos ama y se entrega por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable” (Ef 5,2). “Misericordia quiero, no sacrificios”, dice el Señor (Os 6,6). Este sacrificio es tan agradable a Dios porque es pura misericordia, y permite a Dios abrazar en su infinita misericordia a todos los hombres presentes en el Calvario (Rm 5,8). El sacrificio del Calvario se perpetúa, cuando Jesús se hace eucaristía para nosotros.

El Espíritu Santo es quien realiza la maravilla de la encarnación actuando sobre la Virgen María (Lc 1,35). Es quien mueve y sostiene a Cristo al ofrecerse al Padre por nosotros (Hb 9,14). Y es quien ahora lo hace presente en cada Eucaristía.

“Mi Padre es el que os da el verdadero pan del cielo: el pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,31-35). Israel caminando, tropezando y sufriendo en el desierto es imagen del nuevo pueblo de Dios en camino a su descanso. El maná anuncia el verdadero pan del cielo, la eucaristía. Este es el pan con que el Padre providente alimenta a sus hijos peregrinos en este mundo, y los dispone para la resurrección en el último día.

“Todos los que el Padre me da vendrán a mí. Al que viene a mí yo no lo rechazo, pues he bajado del cielo para hacer la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado, que yo no pierda ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día” (Jn 6,37-40). Cuando comulgamos recibimos a Jesús como un don del Padre. Y cuando comulgamos Jesús nos recibe a nosotros como un don del Padre. Una razón por la que Jesús nos aprecia sin medida, y no está dispuesto a perder a ninguno de nosotros es esta: siempre nos mira como un precioso regalo de su Padre.

Al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo, comulgamos también con el Padre y el Espíritu; los tres son inseparables. Y con el Dios Trino viene a nosotros toda la corte celestial: la Virgen María, los ángeles y santos, incluidos nuestros antepasados. Cada vez que comulgamos nos adentramos más en la comunión de los santos. Esa es nuestra eterna morada.

Cuando comulgamos están presentes en nosotros todos los que están en el corazón de Jesús: no solo los justos, también los pecadores, enfermos, encarcelados. Y el Padre abre sus brazos para acoger y bendecir a todos los que están en el corazón de Jesús. Este es el mejor momento para interceder por todos los necesitados de la misericordia divina.

Hijos en el Hijo

“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y ¡lo somos! (1Jn 3,1). ¿Lo más grande y glorioso que puede soñar y desear una criatura? ¡Ser hijo o hija de Dios! Es, incluso, lo más grande y glorioso que el mismo Dios puede soñar y desear para una criatura. ¡Y lo ha soñado y lo ha decretado!

Nuestra filiación divina no es algo estático y acabado. Es algo dinámico, en proceso de desarrollo. “Desde ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2). El pan del cielo, con que el Padre nos alimenta, nos ayuda a crecer como hijos hasta llegar a la plenitud de Cristo, el Hijo amado (Rm 8,29; Ef 4,13).

“Como yo vivo por el Padre, el que me come vivirá por mí”, dice Jesús (Jn 6,57). Ideal y meta de la eucaristía es convertirnos en lo que comemos, convertirnos más y más en Jesús: haciendo nuestros sus pensamientos, deseos y sentimientos; haciendo nuestra su condición de Hijo del Padre. Nuestro ideal es llegar a ser Jesús para el Padre. El camino para esa meta es Jesús, sobre todo la comunión eucarística con Jesús. Cuando tomamos un alimento, lo asimilamos. Cuando tomamos el pan eucarístico, Jesús nos asimila.

Siempre que Jesús, usando el lenguaje humano, se dirige a Dios lo llama Abba, arameo por papá. Abba es como el niño pequeñito llama a su papá. A nadie antes de Jesús se le ocurriría llamar a Dios papá. Los evangelios ponen en boca de Jesús esa expresión 170 veces. Jesús ante el Padre es siempre un niño pequeño. En realidad, nadie sobre la tierra se ha visto tan pequeño ante Dios como Jesús, porque sólo Jesús pudo ver a Dios como realmente es: ¡infinitamente grande! Por eso, como criatura, se ve infinitamente pequeño.

Para relacionarse con Dios como Jesús, uno tiene que nacer de nuevo, nacer del Espíritu de Dios (Jn 3,3ss). Y bajo la acción del Espíritu, uno tiene que cambiar radicalmente hasta pensar, sentir, orar y vivir como un niño (Mt 18,1-4).

Infancia espiritual

El paso de santa Teresita por este mundo fue providencial. Nació en una época marcada por legalismo, que pone el acento en el esfuerzo personal para salvarse; y jansenismo, que presenta a un Dios distante de la pobre criatura, en su impresionante santidad. Vivió en una Iglesia demasiado autoritaria, activista y machista. En la mente de muchos cristianos la imagen de Abba estaba reemplazada por la de un dios castigador de los malos, amigo de los buenos que se ajustan sus santas normas.

Para reconducir a su pueblo a la pureza del Evangelio, el Espíritu Santo no se sirvió de un Papa sabio, ni de un Concilio, sino de una niña humilde, que entra en el convento a los 15 años y a los 24 muere desconocida. Juan Pablo II: “De Teresa se puede decir que el Espíritu de Dios permitió a su corazón revelar a los hombres de nuestro tiempo la verdad del Evangelio: el hecho de haber recibido realmente “un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar ¡Abba, Padre! En su caminito se encuentran la confirmación y renovación de la más fundamental de las verdades: que Dios es nuestro Padre y que nosotros somos sus hijos”.

Von Balthasar: “Para los teólogos su doctrina es una transfusión de sangre”. El mensaje de Teresita es ya un bien común, integrado en la espiritualidad de nuestro tiempo, y en los documentos del Vaticano II.

Teresita razona: las almas grandes y valerosas pueden volar como águilas y escalar las cumbres más altas de la santidad; pero ella se ve como un pajarito sin plumas, como un granito de arena en el suelo. Así es como se ven tantos cristianos. “Cuantas veces me he comparado con los santos, he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y un oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes. Pero en vez de desanimarme me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme tal como soy con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; un caminito del todo nuevo” (C 2v).

Ese caminito del todo nuevo es el de la confianza ciega, que lleva a Teresita al abandono total en brazos de Dios. Y este abandono es el ascensor, que la conduce a la más alta santidad. Tanto el caminito nuevo como el ascensor ya los había inaugurado hace dos mil años Jesús de Nazaret. Su confianza en el Abba no tiene límites, su dependencia de Dios es total, su abandono a la voluntad divina ciego y absoluto.

Teresita exclama: “¡Oh Jesús, déjame que te diga en el exceso de mi gratitud, déjame que te diga que tu amor llega hasta la locura! ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?… ¡Oh Jesús, si pudiera yo revelar a todas las almas pequeñas cuan inefable es tu condescendencia! Siento que si, por un imposible, encontrases a un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de favores mayores todavía, con tal que ella se abandonara con entera confianza a tu misericordia infinita.” (B 5v).

Así escribía Teresita el 8 de Septiembre de 1896, Natividad de María ¿No estaría pensando en ella? Ciertamente, María es la más pequeña a sus propios ojos; por eso, la más grande a los ojos de Dios, Lc 1,48.

Cercano el final de su vida (mayo 1897), escribe a Roulland: “Mi camino es todo él de confianza y amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo a un Amigo tan tierno. Cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y trabas, y de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me seca el corazón y tomo la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso: una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios. Dejando para los grandes espíritus los bellos libros que no puedo comprender y menos poner en práctica, me alegro de ser pequeña, pues sólo los niños, y “los que son como ellos serán admitidos en el banquete celestial” (Mt 19,14). Me gozo de que “haya muchas moradas en el reino de Dios” (Jn 14,2); porque si no hubiese mas que ésa cuya descripción y camino me resultan incomprensibles, no podría entrar allí ” (Cta 226).

Lo que, a pesar de tantas comuniones eucarísticas, retarda nuestra transformación en Cristo Jesús es que nos miramos demasiado a nosotros mismos, y somos demasiado grandes y demasiado listos para promover nuestra propia imagen y defender nuestros derechos. El niño en la antigua sociedad hebrea era un nadie: sin derechos, pero feliz de tener tan cerca a papá. Precisamos la conversión más radical. Convertirnos en niños. Tal conversión es obra del Espíritu de la verdad. Donde el Espíritu trabaja a fondo, limpiando nuestro subconsciente de fantasmas es en la noche oscura de contemplación.

Ser Jesús para el Padre

En la vía ascética nos comunicamos con Dios a través de ideas y sentimientos, que distan infinitamente de la realidad. En la noche de contemplación (vía mística) el Espíritu nos pone en contacto con la realidad misma de Dios. Por eso aquí Dios se oculta a nuestra mente (es demasiado grande…). Lo que aparece con toda claridad es la propia miseria y pecado, la propia nada. Cuando finalmente, después de la más intensa noche, quedemos reducidos a nada, Dios será todo para nosotros. Y entonces seremos en plenitud Jesús para el Padre.

Ser Jesús para el Padre significa acoger con gratitud infinita el amor infinito del Padre. Dios es Amor (1Jn 4,8), amor infinito. Por eso tiene una necesidad infinita de amar y de darse sin límites, sin fin. Jesús acoge eternamente todo el amor y el ser mismo del Padre; por eso es su Hijo amado. Desde la encarnación lo acoge en un corazón humano totalmente puro y libre, que responde con el mismo amor, entusiasmo y entrega total.

A cada uno de nosotros el Padre nos ama con el mismo amor con que ama a su divino Hijo. En su oración sacerdotal (Jn 17,19.26) Jesús pide que Dios nos consagre con su Espíritu para que podamos acoger todo su amor infinito: “que el amor con que tú me has amado esté en ellos”. Acoger el amor sin límites de Dios para nosotros supone aceptar la agonía de ver que ni merecemos tal amor, ni respondemos con el mismo amor y entrega total. Esta es, acaso, la prueba más dolorosa de la noche pasiva. ¡Ver tanto egoísmo y pecado en nosotros, tan poco amor y gratitud hacia un Dios que es todo amor y se vuelca sin reservas sobre nosotros!

Pero ese mismo dolor hace que el corazón se ensanche más allá de los límites humanos; y el amor se purifique de todo egoísmo. Las Nadas de san Juan de la Cruz significan no buscarse en nada, vaciarse de todo para crear un espacio infinito donde quepa todo el amor de Dios. En cuanto nos vamos llenando del amor de Dios, somos Jesús para el Padre. Cuando nos dejemos amar sin medida, amaremos sin medida y seremos plenamente Jesús.

Canta san Juan de la Cruz: “Cuando tú me mirabas,

su gracia en mí tu ojos imprimían;

por eso me adamabas

y en eso merecían

los míos adorar lo que en ti vían”

“Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo; y así ama Dios al alma en sí consigo, con el mismo amor que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (Cant. Esp. 32,6).

¿Te imaginas el poder de la intercesión de un alma metida en Dios, que acoge en sí a toda la Iglesia y al mundo entero, cuando esa alma llega a merecer el amor de Dios y merece al mismo Dios?

La voluntad de Dios

Ser Jesús para el Padre significa no tener otra voluntad que la del Padre. La actitud de Jesús al entrar en el mundo: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,7). La voluntad del Padre es para Jesús alimento, energía, vida (Jn 4,34). Es la que le une tan íntimamente con Dios (Jn 8,29), que el Padre y Jesús son uno (Jn 10,30).

“¿Quién es mi madre, quienes son mis hermanos? El que hace la voluntad del Padre ese es mi hermano, mi hermana, mi madre” (Mt 12,48ss). Este es acaso el mayor elogio de María, pues ella hizo como nadie la voluntad de Dios en todo momento. “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38). Por eso es la llena de gracia, llena de Dios.

Como Dios es infinitamente simple, la voluntad de Dios es igual al ser de Dios. Por tato, cada vez que aceptamos la voluntad de Dios, manifestada en las diversas circunstancias de la vida, nos llenamos más de Dios, de su amor y su gracia. El mayor regalo de Dios es movernos a hacer siempre su voluntad; mejor, cautivarnos de modo que sólo podamos hacer su voluntad. Así es como Dios nos hace partícipes a su ser divino: de su santidad, bondad, felicidad y de su poder salvador.

En la vía mística (quintas moradas de santa Teresa) queda nuestra voluntad fusionada con la de Dios; puede ser por medio de una gracia mística, o sin ella, por la constante práctica de buscar siempre y sólo su voluntad. Qué importante es el obrar pasivo: el dejarse controlar y moldear por el Espíritu, buscando siempre el agrado de Dios y el bien de los hermanos.

Buscar la voluntad de Dios es buscar sólo su gloria, como Jesús (Jn 8,50), no la propia ganancia o gloria. Santa Teresita tenía el deseo de morir joven, sin embargo, el agradar a Dios estaba por encima de todos sus deseos. “Si Dios me dijese: Si mueres ahora tendrás una gloria muy grande, si mueres a los 80 años la gloria será mucho menos, pero me complacerá mucho más. ¡Oh! entonces no vacilaría en responder: Dios mío, quiero morir a los 80 años, porque no busco mi gloria, sino únicamente vuestro agrado. Los grandes santos trabajaron por la gloria de Dios, pero yo, que no soy más que un alma pequeñita, trabajo únicamente por complacerle, y me agradaría soportar los mayores sufrimientos, aunque solo fuese para hacerle sonreír una sola vez” (C.A. 16.7.6).

Quien comulga con la voluntad de Dios, comulga con su deseo infinito de que todos los hombres se salven: Jn 3,16ss. Trabaja, ora y se desvive por ello: 1Tm 2,1s. De ahí surgen los verdaderos apóstoles y los grandes intercesores.

Ser Jesús para el Padre significa ser una verdadera eucaristía. El término Eucaristía se usa desde el siglo II (san Ignacio de Antioquia, hacia el 110). Antes se llamaba Fracción del pan o Cena del Señor. Ser eucaristía significa dejarse romper, dejarse comer como el pan; entregarse sin reservas al servicio de Dios y de los hombres.

Jesús en la eucaristía, como en la cruz, es todo oblación: se da todo entero al Padre; todo entero al que lo recibe. “Mi vida no tiene sentido”, se lamentan algunos. Nunca lo tendrá mientras no aprendan a darte. La vida es un don. Sólo puede tener sentido cuando de ella hacemos un don a Dios y al prójimo. Todo lo que uno retiene egoístamente para sí, se ha perdido (Mc 8,35). Lo que uno da es lo que fructifica el ciento por uno, el mil por uno… según el amor que cada uno pone en su don (Rm 14,7-9).

Cuando sea Jesús para el Padre, seré Jesús para los hombres. Mi don será perfecto; mi felicidad también. Y sólo entonces seré intercesor perfecto, porque seré Jesús para los hombres ante el trono de gracia. Jesús ama a los suyos con un amor excesivo, y desea lo mejor para ellos. Por eso ora: “Yo en ellos, tú en mí… Que vean mi gloria” y participen de ella en plenitud ¡por toda la eternidad! (Jn 17,20-24).

 

4 . LA EUCARISTÍA Y EL ESPÍRITU SANTO

El Hijo de Dios comienza su andadura humana concebido por el Espíritu Santo en el seno de María Virgen. La continúa proclamando el reino, con la fuerza del Espíritu y sus carismas: “El reino de Dios está cerca; convertios y creed el evangelio” (Mc 1,15). La consume ofreciéndose en la cruz movido y sostenido por “el Espíritu eterno” (Hb 9,14). Y la corona, resucitado, lleno de poder y gloria, derramando su Espíritu sobre la Iglesia y el mundo (Pentecostés). En la encarnación el Espíritu nos da Jesús. En la resurrección Jesús nos da el Espíritu.

La eucaristía perpetúa y condensa la obra de Dios entre nosotros. Todo comienza con una nueva forma de la encarnación: el Hijo de Dios viene de nuevo a nosotros cuando el pan y el vino se convierten en su presencia real. En cierto momento de la misa se invoca al Espíritu Santo sobre el pan y vino (epíclesis): “Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor”.

Luego vienen las palabras de la consagración. El sacerdote presta su voz a Cristo, que dice: “Esto es mi cuerpo…” Y el Espíritu Santo, que formó el cuerpo de Cristo en el seno de María; el Espíritu que en el sepulcro comunicó la vida de Dios al cuerpo inerte de Jesús, actúa ahora sobre el pan y el vino y los transforma en cuerpo y sangre del divino Redentor. Ya lo había anunciado Jesús en su sermón sobre la eucaristía: “El Espíritu es el que da la vida” (Jn 6,63). Como en la encarnación, así en la consagración el Espíritu nos da Jesús. Y como en Pentecostés, así en la comunión, junto con su cuerpo y sangre, Jesús nos da el Espíritu Santo.

Juan Pablo II: “Por la comunión de su cuerpo y su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu, y quien lo come con fe come Fuego y Espíritu… La Iglesia pide este Don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística” (Ecclesia de eucharistia N.17)

El cuerpo místico fruto del Espíritu y la eucaristía

La eucaristía fue instituida por Cristo para sellar y alimentar la más estrecha comunión entre sus discípulos. En una nueva epíclesis sobre el pueblo, antes de la comunión se ora: “Fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente…”

“Todos nosotros fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Co 12,12s). En el bautismo el Espíritu Santo nos hizo miembros vivos del cuerpo místico de Cristo. Al recibir el cuerpo eucarístico del Señor, el Espíritu Santo nos va fusionando con Cristo en su cuerpo místico: “Puesto que sólo hay un pan, todos los que participamos del mismo pan formamos un solo cuerpo” (1Co 10,17)

En el bautismo el Espíritu nos regala las virtudes teologales, fuerzas divinas que nos unen a Dios. La celebración de la eucaristía, sacramento de amor, no se puede separar de la profesión de fe. La eucaristía es la expresión sacramental suprema de la unidad de los fieles en la fe apostólica y católica garantizada a lo largo de la historia por el Espíritu Santo. En la antigüedad, cuando un obispo deseaba cerciorarse de profesar la fe transmitida por los apóstoles, visitaba Roma y dialogaba con su obispo. Si estaba de acuerdo con la fe del obispo de Roma, recibía de éste la sagrada eucaristía, como signo de comunión apostólica.

“Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor” (1Co 13,13). La fe está hecha para el amor. “Si creemos en Cristo lo que importa es la fe, que se expresa en amor” (Ga 5,6). Escribe santo Tomás: “La eucaristía es el sacramento del amor. El amor es una fuerza unitiva. Cuando uno ama a alguien con amor de amistad desea el bien para quien ama como lo desea para sí mismo. De ahí el sentir al amigo como otro yo” (1-2,28,1).

El Espíritu Santo, derramando el amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5), nos hace percibir como otro yo, o mejor, como otro Jesús, a cuantos comulgamos juntos y comulgamos en plenitud. La comunión es plena cuando nos entregamos sin reservas al Señor y a los hermanos en la fe. Lo cual sólo es posible cuando realmente nos enamoramos de Jesús.

Espíritu enamorador

En el seno de la Trinidad, en el misterio de la comunión divina, el Espíritu Santo procede como fruto de un eterno enamoramiento entre el Padre y el Hijo. Su especialidad en la Iglesia es enamorar, ante todo, enamorar del Amor.

San Juan de la Cruz: “El que está enamorado se dice tener el corazón robado o arrobado de aquel a quien ama, porque le tiene fuera de sí, puesto en la cosa amada; y así no tiene corazón para sí, sino para aquello que ama. De ahí podrá bien conocer el alma si ama a Dios puramente o no. Si le ama no tendrá corazón para sí propia, ni para mirar su gusto y provecho, sino para honra y gloria de Dios, y darle a él gusto… No puede dejar de desear el alma enamorada la paga y salario de su amor. El cual no es otra cosa sino más amor, hasta llegar a perfección de amor” (Cántico 9,5.7).

Y hablando de la perfección de amor en la más íntima unión mística canta:

Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras;

y en tu aspirar sabroso

de bien y vida lleno,

cuán delicadamente me enamoras!

“Esta es una aspiración que hace al alma Dios, en que la absorbe profundísimamente en el Espíritu Santo, enamorándola con primor y delicadez divina, según aquello que vio en Dios. Porque siendo la aspiración llena de bien y gloria, en ella llenó el Espíritu Santo al alma de bien y gloria, en que la enamoró de sí sobre toda lengua y sentido en los profundos de Dios, al cual sea honra y gloria in saecula saeculorum. Amén” (Llama 4,16).

En su primer sermón en Nazaret, Jesús anuncia: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido…” (Lc 4,16ss). Jesús es el ungido, lleno del Espíritu de Dios. Cuando ahora lo recibimos en la sagrada comunión, resucitado e identificado con el Espíritu (2Co 3,17), nos hace partícipes de su unción sagrada. Y con su unción nos envía y capacita para participar en su misión: “Como el Padre me envió, así os envío a vosotros. Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,21s). La escena se repite cada vez que comulgamos. La comunión no es completa sin la comunicación de la buena nueva, sin la evangelización.

“No os embriaguéis con vino, llenaos más bien del Espíritu Santo” (Ef 5,18). Comenta san Ambrosio: “El que se embriaga con vino vacila y titubea; mas el que se embriaga con el Espíritu está arraigado en Cristo. Excelente embriaguez es esta” (PL 16,449).

La embriaguez hace al hombre salir de sí mismo, de sus estrechos límites. Con el vino y droga el hombre sale de sí y se coloca por debajo de su nivel racional; puede actuar como una bestia. Con el Espíritu el hombre sale de sí, y se eleva hacia Dios; queda unido a Dios (por los dones); puede actuar como instrumento de Dios (por los carismas). Cuando nuestra embriaguez sea plena, quedaremos transformados en Dios.

“El que se une al Señor se hace un espíritu con él” (1Co 6,17). Aquí está la fuerza transformadora de la sagrada comunión: nos hace un espíritu con Cristo Jesús, y ese espíritu es el Espíritu Santo de Dios. Cuando recibimos la comunión, Jesús viene a nosotros como “el que bautiza con Espíritu Santo y con fuego” (Mt 3,11). Este es el único fuego capaz de reducir a cenizas el hombre viejo en nosotros, y de revestirnos del hombre nuevo, creado según Dios.

Iconógrafo divino

Jesús de Nazaret es la obra maestra del Espíritu Santo; “es la imagen de Dios invisible” (Col 1,15); “la impronta de su ser” (Hb1,3): es el Icono vivo del Dios de salvación.

“A los que de antemano Dios conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29; 1Co 15,49). Si quieres ver tu imagen verdadera y duradera, mira a Jesús. Nuestro destino glorioso es ser iconos del Icono divino.

En eso consiste la santidad auténtica: en reproducir fielmente en nuestro interior la imagen de Cristo Jesús, el ungido, el santo de Dios. Quien se encarga de realizar esa tarea, y la garantiza, es el Espíritu. “Habéis sido sellados con el Espíritu Santo prometido, el cual es garantía de nuestra herencia” (Ef 1,13s). El Espíritu es Iconógrafo, Cristificador, Deificador.

El Espíritu trabaja en diversos talleres. Taller suyo son los sacramentos: bautismo, confirmación, reconciliación, matrimonio, Eucaristía: en todos ellos nos ayuda a salir de nuestro yo, para adentrarnos en Cristo; nos ayuda a despojarnos del hombre viejo, para revestirnos del nuevo (Ef 4,22ss); nos invita a morir, para resucitar con Cristo.

Taller del Espíritu es también la oración personal y la vida entera, sobre todo en la vía mística. Como ahí el Espíritu asume el control, su acción es infinitamente más eficaz, y conduce finalmente a la unión de amor. La gran alegría del Espíritu es poder conducir a un cristiano a la unión transformante con Dios ya en esta vida, de modo que pueda uno cantar con el Doctor Místico:

¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados.

“De tal manera se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata, cuando hay unión de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado. Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro, y que entrambos son uno. La razón es porque en la transformación de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno se deja y trueca por el otro; y así cada uno vive en el otro, y el uno es el otro y entrambos son uno por transformación de amor. Esto es lo que quiso dan a entender san Pablo en Ga 2,20. De manera que, según esta semejanza y transformación, podemos decir que su vida y la de Cristo toda es una vida por unión de amor; lo cual se hará perfectamente en el cielo en divina vida en todos los que merecieren verse en Dios, porque, transformados en Dios, vivirán vida de Dios y no vida suya, aunque sí vida suya, porque la vida de Dios será vida suya. Y entonces dirán de veras: Vivimos nosotros y no nosotros, porque vive Dios en nosotros” (Cántico Espr. 12,7s).

Aposentador real

Un puesto importante en la corte real es el de aposentador, que se hace cargo de la habitación y oficinas reales, y cuando el rey viaja, se adelanta para disponer su alojamiento y el de su corte. Uno de los títulos que san Juan de la Cruz da al Espíritu Santo es el de Aposentador de nuestro Señor Jesucristo. “En este aspirar el Espíritu Santo por el alma, que es visitación suya en amor a ella, se comunica en alta manera el Esposo Hijo de Dios. Que por eso envía su Espíritu primero, como a los apóstoles, que es su aposentador, para que le prepare la posada del alma Esposa, descubriendo sus dones, arreándola de la tapicería de sus gracias y riquezas” (Cántico 17,8).

El Aposentador divino, no solo adorna los aposentos. En cuanto le permitimos controlar nuestra vida, entroniza al Rey en nuestro corazón y lo corona. Así lo había anunciado Jesús: “El me dará gloria” (Jn 16,14). La coronación de Jesús como Rey marca un antes y un después en nuestra vida.

Santa Teresa de Jesús explica su escaso progreso espiritual durante algunos años: “Suplicaba al Señor me ayudase; buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios” (Vida 8,12). La victoria es del Rey; no nuestra.

Y continúa la santa: “Hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, en fin, como para tal Señor. Y que en este palacio está este gran Rey, que ha tenido por bien ser vuestro Padre; y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón. Entendamos con verdad que hay otra cosa más preciosa, sin ninguna comparación dentro de nosotras, que lo que vemos por de fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior. Todo el punto está en que se lo demos por suyo con toda determinación, para que pueda poner y quitar como en cosa propia. Como El no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos, mas no se da a Sí del todo hasta que nos damos del todo” (Camino de Perfección 28, 9.12).

“El reino de Dios está dentro de vosotros”, dice Jesús (Lc 17,21). Lo importante es que el Rey ocupe el trono que por derecho le pertenece: que pueda reinar sin oposición, y actuar con total libertad. Entonces es cuando nuestra vida realmente cambiará según el proyecto de Dios, que supera toda imaginación y todo deseo del corazón humano. El libro del Apocalipsis nos ofrece una instantánea del final de los tiempos, con el Señor que, sentado en el trono, dice: “Ahora hago nuevas todas las cosas”. Y aparecen un cielo nuevo y una tierra nueva, y la nueva Jerusalén que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo (Ap 21,1ss).

Si deseas que Jesús ocupe ese trono de grandísimo precio que es tu corazón, y se encuentre a gusto en él; si deseas que desde ese trono, Jesús vaya cambiando tu vida a su gusto, canta con san Juan de la Cruz:

Detente, cierzo muerto;

ven, austro, que recuerdas los amores,

aspira por mi huerto

y correrán sus olores

y pacerá el Amado entre las flores.

El cierzo muerto significa el espíritu de sequedad. El austro que despierta, o reaviva los amores es el Espíritu Santo. “Por tanto, mucho es de desear este divino aire del Espíritu Santo y que pida cada alma aspire por su huerto para que corran divinos olores de Dios. Que, por ser esto tan necesario y de tanta gloria y bien para el alma, la esposa lo deseó y pidió en los Cantares… Y esto lo desea el alma, no por el deleite y gloria que de ello se le sigue, sino por lo que en esto sabe que se deleita su Esposo, y porque esto es disposición y prenuncio para que el Hijo de Dios venga a deleitarse en ella; que por eso dice luego: y pacerá el Amado ente las flores” (Cántico 17,9). El alma controlada por el Espíritu, no piensa en ganancia personal, sólo busca el agrado y la gloria de su Señor. Esa es su ganancia, esa es su gloria.

“Yo pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16s). Por una parte, Jesús mismo se encarga de obtener el Espíritu Santo para nosotros. Por otra parte, el Espíritu entroniza y glorifica a Jesús en nuestra vida. “El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros” (Jn 16,14). Tal es nuestra dependencia del Espíritu para venir a Jesús, que nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por influjo del Espíritu Santo (1Co 12,3).

Cuando comemos el pan eucarístico, nos asimilamos un poco más a Cristo Jesús. Cuando la vida nos tritura bien y el fuego del Espíritu nos convierte a nosotros en pan de Cristo, quedamos más plenamente asimilados a Cristo, revestidos de las cualidades y virtudes de Cristo. Entonces, y sólo entonces podemos decir: “Estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Mi vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,19s).

Entonces, y sólo entonces, mi vida unida a la de Cristo, es una perfecta alabanza a Dios, una intercesión ininterrumpida a favor de mis hermanos.

 

5. LA EUCARISTÍA Y LA VIRGEN MARÍA

San Juan de la Cruz tiene un romance sobre el prólogo de Juan. “En el principio sin principio, la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). La vida trinitaria se desarrolla en Dios en perfecta armonía y felicidad plena desde toda la eternidad. Humanamente hablando, el Padre dice un día a su Hijo amado:

“Una esposa que te ame,

mi Hijo, darte quería,

que por tu valor merezca

tener nuestra compañía

y comer pan a una mesa

de el mismo que yo comía.

Y responde el Hijo:

A la esposa que me dieres

yo mi claridad daría

para que por ella vea

cuánto mi Padre valía

y cómo el ser que poseo

de su ser le recibía.

Reclinarle he yo en mi brazo

y en tu amor se abrasaría

y con eterno deleite

tu bondad sublimaría.

Del deseo divino de dar a su Hijo una esposa, que comparta la vida y la felicidad trinitaria, surge la idea de la creación y, sobre todo, de la Encarnación-Redención. A su tiempo Dios envía un plenipotenciario, el ángel Gabriel, con una proposición matrimonial para su Hijo (Lc 1,26ss). María, Virgen, nuestra representante llena de gracia, acepta de modo responsable e incondicional el proyecto de Dios: “Aquí la esclava del Señor. Hágase”. En fe ciega y amor total se pone a disposición de su Señor, abierta a la acción creadora del Espíritu. ¡Y así se realiza la gran maravilla! “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14).

En la Encarnación el Hijo de Dios entra en nuestro mundo en actitud de esposo, que ama sin medida y se entrega sin reservas. En la eucaristía continúa en la misma actitud de entrega total: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. Juan Pablo II resalta el paralelo entre la disponibilidad de María y la del celebrante al decir: Esto es mi cuerpo. “El sacerdote pone su boca y su voz a disposición de aquel que las pronunció en el cenáculo y quiso que fueran repetidas” (Ecclesia de Eucaristía c.5b). Y se repite la maravilla: ¡El pan se hace cuerpo de Cristo!

“María, en todo su ser y con toda su vida, es mujer eucarística. Ella ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuese instituida, por el hecho de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo”, explica Juan Pablo II. (Ibid 53.55). Todo cristiano debe imitar a María poniéndose a disposición de su Señor y abriéndose como ella a la acción del Espíritu.

El fiat de María y el amén al comulgar

En la Virgen María se encarna el Cristo total, con su cuerpo mortal, su cuerpo místico, y su cuerpo eucarístico. La tradición patrística resalta cómo en el seno de María es donde Jesús fue ungido sacerdote y tomó el cuerpo que luego ofrecería en sacrificio y nos daría en la eucaristía. Aquí está la fuente del sacerdocio de Cristo y de la Iglesia. “Ave verum corpus natum de María virgine” (s.xiv).

Juan Pablo II nota la analogía profunda entre el fiat de María y el amén que cada fiel pronuncia al recibir el cuerpo del Señor. Y san Buenaventura escribe: “Como el cuerpo físico de Cristo nos ha sido dado por manos de María, así de esas mismas manos debe ser recibido el cuerpo eucarístico”. Pidamos a María nos disponga para comulgar del modo más pleno y fructuoso para toda la Iglesia.

De nuevo Juan Pablo II: “Cuando en la visitación María lleva en su seno al Verbo se convierte en el primer tabernáculo de la historia. Jesús va irradiando su luz a través de los ojos y la voz de María” (55c). Ella nos enseña a ser tabernáculos de Jesús, a irradiar su luz, su amor.

Jesús nació en de Belén, “casa del pan”, y fue colocado en un pesebre (Lc 2,4-7). El simbolismo eucarístico es evidente. Jesús eucaristía es el pan de vida con que se nutre la comunidad cristiana (Jn 6,48-58). La carne que Jesús recibió de su madre virgen es el sacramento de la presencia de Dios entre nosotros, es el pan del cielo.

Al nacer Jesús, María lo presenta a los pastores, los pobres (Lc 2,8-16). Y lo presenta a los magos, los hambrientos de Dios (Mt 2,10). Tarea que continúa gozosa a lo largo de los siglos.

Al poco de nacer Jesús, María lo presentó en el templo y lo ofreció como primogénito de la nueva familia humana (Lc 2,22ss). San Bernardo ora: “Oh consagrada Virgen, ofreces tu Hijo y presentas al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros esta sagrada víctima agradable a Dios. El Padre aceptará por completo esta preciosa oblación”. Y santo Tomás de Villanova: “Después que la sagrada Virgen llegara hasta el altar, inflamada por el Espíritu Santo más que un serafín, y llevando a su Hijo en sus manos, lo ofreció como don y sacrificio agradable a Dios”.

Doce años más tarde, busca ansiosa al niño perdido y lo encuentra en el templo (Lc 2,49). De la sorprendente respuesta de Jesús, María aprende una lección dolorosa, pero preciosa: debe dejar libre a aquel al que dio a luz. Debe llevar hasta el final el sí a la voluntad de Dios: retirarse y poner a Jesús en libertad para su misión. Gran lección para las madres.

Las bodas de Caná son un bello símbolo del banquete eucarístico. María ocupa un puesto central junto a Jesús y contribuye decisivamente a su glorificación (Jn 2,1ss). Comenta Juan Pablo II: “El mandato de Cristo en la última cena: Haced esto en memoria mía, se convierte en aceptación sin titubeos de la invitación de María: Haced lo que él os diga. Con solicitud materna María parece decirnos: Fiaros de la palabra de mi Hijo. Él, que transformó el agua en vino, es capaz de hacer del pan y el vino su cuerpo y su sangre” (54).

¿Participó María en la cena pascual? Es posible. María se encontraba en Jerusalén para la pascua. Según el rito judío de la cena pascual la madre era quien encendía las luces (además de guisar).

La eucaristía es el memorial de la pasión y muerte redentora de Cristo en el Calvario; no un mero recuerdo, sino un sacramento que hace actual la inmolación de Cristo por la salvación del mundo. Juan Pablo II: “Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano que Jesucristo lo ha realizado y vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él como si hubiésemos estado presentes. Así todo fiel puede tomar parte en él y obtener sus frutos” (Ib. 11c).

María en el Calvario

La presencia de la Virgen María en el Calvario (Jn 19,25-27) no fue casual, sino ordenada por Dios. Como en la caída del primer hombre intervino activamente la mujer, así en la acción reparadora del nuevo Adán intervino la mujer que Dios le dio por compañera. María ofreció la víctima divina por la salvación de toda la humanidad en perfecta conformidad con la voluntad de su Hijo y la de Dios Padre. Lo hizo con fe ciega y con amor inmenso. Y juntamente con la víctima divina se ofreció a sí misma… Y ahora lo hace juntamente con sus sacerdotes.

Un antiguo diccionario de teología afirma: “Entrando en los planes del Padre, María ofrece místicamente la víctima que libera al mundo, mientras Jesús es realmente sacrificado. Ella representa la humanidad que debe ofrecer el sacrificio de Cristo, junto con Cristo. Y representa el sacerdocio que día a día ofrece la víctima sagrada, como si ella hubiera sido la primera sacerdote, la primera sacrificadora”. Así María vivió en plenitud lo que la Iglesia y los fieles estamos llamados a vivir a lo largo de los siglos: unir nuestra vida y trabajos… al sacrificio de Jesús que se renueva en todo momento. (Rm 12,1s; Col 1,24).

Juan Pablo II: “En el Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que él ha hecho con su Madre para beneficio nuestro: la confía al discípulo predilecto, y en él la entrega a cada uno de nosotros: He aquí a tu madre. Vivir en la eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica recibir continuamente este don: aceptar a quien nos fue entregada como madre. Y significa conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella” (57).

La Iglesia como sacramento de Cristo, y María como Madre del Redentor y mediadora de la gracia nos dan el pan del cielo, y nos comunican los frutos de redención. “La iglesia nos ha dado el pan vivo, en lugar del ácimo que había ofrecido Egipto. María nos ha dado el pan que conforta en lugar del pan laborioso que nos dio Eva… Tú, Señor, habitas en el pan y en aquellos que te comen. Y tu iglesia te ve visible e invisiblemente, así como te ve tu madre” (San Efrén, s. iv). Y san Juan Damasceno: “María es la mesa que da vida, que provee no los panes de la propiciación sino el pan del cielo”

En Belén Jesús nace de María. En el Calvario María nace de Jesús, pues todos hemos nacido a la vida inmortal por la muerte de Cristo. María es la primera redimida que goza en plenitud la gracia y liberación conseguida por el divino Redentor. En un himno de san Efrén se expresa María frente a Jesús: “¿Cómo te llamaré? ¿Te llamaré hijo… hermano… esposo… maestro? ¡Oh tú que engendras a tu madre con una nueva generación salida de las aguas! En efecto, soy tu hermana de la casa de David; él es padre de ambos. También soy tu madre porque te he llevado en mi seno; soy tu sierva e hija por la sangre y el agua, porque tú me has redimido y bautizado” (Diccionario de Mariología, pag 726).

En el Calvario como en Caná Jesús la llama mujer, en alusión a Gen 2, 18.22s. María es la ayuda adecuada que Dios proporciona al nuevo Adán. Su fiat en Nazaret la hizo Madre del Verbo, su fiat renovado junto a su hijo crucificado la convierte en madre de todos los vivientes (Gen 3,20). Así se inaugura su maternidad espiritual. María es la madre de la nueva humanidad redimida, que nace del costado abierto de Cristo y se nutre de su sangre y cuerpo eucarístico: el alimento que nos va convirtiendo en Cristo: Ga 3,26s; 2,19s. Orígenes comenta: “María no ha tenido más hijos que a Jesús. Y Jesús dice a su madre: He ahí a tu hijo. Y no: He ahí otro hijo. Es como si dijera: Ahí tienes a Jesús, a quien tú has dado la vida”.

Dos grandes amores de la Iglesia oriental: la Eucaristía y María. Su mutua relación la refleja el Epitafio sobre la tumba del obispo Abercio (siglo ii): “La fe en todas partes me guiaba y en todas partes me proporcionaba como alimento un pez (igzys) de manantial grandísimo, puro, que una casta virgen ha pescado y lo distribuía a los amigos para que se alimentaran de él siempre. Ella posee un vino delicioso y lo da mezclado con el pan”. (Dic.de Mariología pag 725).

Pablo VI en Marialis cultus: “Para perpetuar en los siglos el sacrifico de la cruz, el Salvador instituyó el sacrificio eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su esposa, la cual, sobre todo los domingos convoca a los fieles para celebrar la pascua del Señor hasta que él venga; eso hace la Iglesia en comunión con los santos del cielo y en primer lugar con la bienaventurada Virgen, de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable” (n.20).

La Iglesia y sus sacramentos de gracia han nacido del costado de Cristo abierto en la cruz (Jn 19,33-37). La iconografía medieval representa a la derecha de la cruz una mujer que recoge en una copa la sangre del Salvador. A veces se trata de la Iglesia (acompañada de la sinagoga a la izquierda), a veces de María (acompañada del discípulo amado). María recoge en el cáliz de su corazón inmaculado la sangre del Redentor, y mezclada con la sangre de su alma, atravesada por la espada (Lc 2,35), la ofrece a Dios. Es la gran intercesora, modelo de los verdaderos intercesores, que diariamente recogen la sangre de Jesús, y mezclada con la sangre de su propia vida la ofrecen a Dios.

En iglesias de Quito del s. xvii se representa a la Inmaculada con una custodia sobre su corazón, y arriba la Trinidad, que nos ofrece el alimento eucarístico; el ideal para recibirlo es la Inmaculada.

Lourdes y otros grandes santuarios marianos demuestran el poder de convocatoria que Maria tiene para reunir a sus hijos en torno a la eucaristía, la intercesión más poderosa a favor de todos los redimidos.

Al declarar el año del rosario (2003) el deseo del Papa era ponerlo “bajo el signo de la contemplación de Cristo Eucaristía con María”. La Santísima Virgen es modelo y maestra de intercesión contemplativa: un movimiento silencioso del corazón contemplativo, que arrastra a muchos hasta el corazón de Dios, un gemido del alma a favor de otros.

 

6. EUCARISTÍA Y LA INTERCESIÓN PURIFICAN Y CRISTIFICAN

“El amor cubre multitud de pecados”, afirma san Pedro (1P 4,7). La eucaristía no hay que recibirla en pecado mortal (es sacramento de vivos). Pero de la eucaristía no hay que retraerse por esa multitud de pecados menores que se acumulan a lo largo del día, y de la semana. Como sacramento de amor, la eucaristía borra todos esos pecados. (1Jn 3,20).

Del mismo modo la intercesión, como tarea de amor y obra de misericordia, borra multitud de pecados. Cuando nos presentamos a interceder ante Dios infinitamente santo, nos sentimos como Isaías: “¡Ay de mí, pues soy un hombre de labios impuros y entre un pueblo de labios impuros habito” (Is 6,5). A veces reaccionamos como Pedro: “Señor, apártate de mí que soy pecador» (Lc 5,8). Pero si miramos a Jesús (mejor, si nos escondemos en Jesús), nos encontraremos revestidos de su santidad.

En Za 3,1ss encontramos un pasaje revelador. Josué, sacerdote del Señor (después del destierro), se encontraba ante el tribunal de Dios con vestiduras sucias, y Satán se disponía a acusarle. Cuando el ángel del Señor ordenó a los que estaban ante él: “¡Quitadle esas ropas sucias y ponedle un traje de fiesta!”. Y a Josué le dijo: “Mira, he pasado por alto tu culpa”.

Esto es lo que el Señor dice y hace cuando nos presentamos ante él para interceder por la Iglesia y el mundo. A los que le son fieles en interceder por su reino dice el Señor: “Os perdonaré como un padre perdona al hijo que le sirve… Para vosotros brillará el sol de justicia con salvación en sus alas, y saldréis brincando como becerros cebados fuera del establo” (Mal 3,17).

Sol de justicia no es un sol justiciero; es un sol que justifica, que trae perdón, salvación, salud, vida… en sus alas. Como intercesores nos dedicamos a contemplar el Sol de justicia presente en la eucaristía, y exponer a sus rayos benéficos la Iglesia y todos sus ministros con sus achaques; la familia con sus problemas, los enfermos y los pobres con su soledad, los gobernantes y políticos con sus intrigas. Lo que cuenta a la hora de interceder no es el estar bien informados de lo que pasa en el mundo; es el amor del corazón y el deseo de que el reino de Dios se extienda a todos. ¡Y cuántas veces el grupo de intercesores acaba danzando ante Jesús eucaristía para alegría del Señor y nuestra!

La Eucaristía recoge y perpetúa en misterio la Encarnación, la vida entera y, sobre la pasión, muerte y resurrección del Salvador. Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo su Señor, como el don por excelencia, porque es el don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Esta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es, todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene perpetuamente presente (Ecclesia de eucharistía, 11).

Interceder significa colocarse entre. Intercesión perfecta es la presencia de Jesús en la cruz, entre cielo y tierra. Para nosotros interceder significa, más bien, colocarse con, o junto a. Es colocarse con María, junto a la cruz del Divino Redentor. Cuando asistimos a la santa misa estamos en el Calvario con María, junto a la cruz de Jesús. A veces escuchamos a Jesús que dice a su Madre, “Ahí tienes a tu hijo”. Y la Madre nos ayuda a lavarnos y purificarnos en la sangre de la Víctima sagrada. La Madre nos enseña a recoger esa sangre en el cáliz de nuestro corazón para luego derramarla sobre las almas.

Santa Teresita (a los 14 años): “Un domingo, contemplando una estampa de nuestro Señor crucificado, quedé profundamente impresionada al ver la sangre que caía de una de sus manos divinas. Experimenté una pena inmensa al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla; y resolví mantenerme en espíritu al pie de la cruz para recibir el divino rocío que goteaba de ella, comprendiendo que luego tendría que derramarlo sobre las almas… A partir de esa gracia (conversión de Pranzini), mi deseo de salvar almas creció de día en día. Era un verdadero trueque de amor: A las almas les daba yo la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía estas mismas almas refrescadas con su divino rocío, para aliviar su sed” (A 45v,46v).

El intercesor permanece con María junto a la cruz, o frente al sagrario donde se perpetúa el sacrificio de la cruz. Recoge el precio de nuestra salvación y lo canaliza a los más necesitados. Por eso, para ser intercesor hace falta un corazón de madre, abierto a todos sin discriminación, sin prejuicios, sin reproches; un corazón que exprese la ternura infinita de Dios. La intercesión es una misión maternal que trata de levantar a los caídos, sostener a los vacilantes, sanar a los heridos, apoyar y alentar a los que van por buen camino.

El misterio del Calvario nos ayuda a comprender otro aspecto de la intercesión. Muchas veces el intercesor siente en su propia carne o en su alma las cargas que agobian a otros; sobre todo, el horror del pecado que oprime a tantos seres humanos en el mundo…

Ante el peligro de destrucción del pueblo de Israel, la reina Ester oró cubierta de polvo y ceniza (Est 4,17ss). Y Dios la escuchó y salvó a su pueblo. Ante el peligro de condenación eterna de tantos hermanos descarriados, el intercesor se ve a la altura del polvo, como Jesús en Getsemaní; o clama como Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Pero esa oración hecha desde el polvo, o en la mayor angustia es la que más conmueve el corazón de Dios. (Is 66,2).

Teresita, pocos meses antes de su muerte, se encontró en una horrenda noche oscura de fe: “Jesús permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuese más que un motivo de combate y de tormento…. Pero, Señor, vuestra hijita ha comprendido vuestra divina luz. Os pide perdón para sus hermanos. Se resigna a comer, por el tiempo que vos tengáis a bien, el pan del dolor, y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día por vos señalado. Pero, ¿acaso no puede ella también decir en su nombre y en nombre de sus hermanos: Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos unos pobres pecadores? ¡Oh Señor, despídenos justificados. Que todos esos que no están iluminados por la antorcha de la fe la vean, por fin, brillar” (Ms C 5v.6r).

Para salvarnos a todos del pecado, “a quien no tenía pecado, le hizo Dios pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2Co 5,21). Para interceder por los pecadores hay que identificarse con ellos y sentir, de algún modo en nuestra carne el peso del pecado. La comunión de los santos es también comunión con los pecadores, para clamar a Dios desde ellos y obtener para ellos la misericordia divina.

La intercesión siempre se hace en humildad, desde el polvo, sabiendo que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (1P 5,5). Y siempre se hace en fe y esperanza confiada (2Ts 2,16). Cuando nuestra confianza no tiene otros límites que los del poder y amor de Dios -sin límites- oramos y vivimos con gran paz y serenidad, sabiendo que todo cuanto pedimos esta ya concedido (1Jn 3,22; Mc 11,22ss). Los frutos se verán en la hora de Dios.

Los intercesores nunca deben ser cortos de vista. Dios prometió a David un hijo que reinaría para siempre y levantaría un templo eterno. Los cortos de vista miran a Salomón y ven que la promesa no se cumple. Sólo hay que esperar un día (2P 3,8), hasta que viene Cristo Jesús, Rey inmortal y edifica su Iglesia, templo eterno de Dios.

Sabiendo que Dios siempre actúa en respuesta a nuestras plegarias, la intercesión siempre va acompañada de acción de gracias: gracias por el privilegio de interceder y por la certeza de su eficacia (Fl 4,6 : 1Ts 5,16-20).

Al interceder estamos tratando los asuntos del reino de Dios. El mejor modo de hacerlo es en el lenguaje de Dios, la contemplación. El contemplativo se comunica con Dios directamente: más allá de conceptos, palabras, sentimientos… Para interceder le basta una mirada de fe, amor, entrega, abandono; una mirada en la que va toda su alma y cuantos están en su alma. Esa mirada contemplativa es un precioso don del Espíritu Santo a los pobres de espíritu. La adoración prolongada y silenciosa de Jesús eucaristía es para muchos un atajo que lleva a la contemplación.

Contemplando en la eucaristía “como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3,17s). Este es el gran premio y recompensa del intercesor. Permaneciendo largas horas en silenciosa adoración, alabanza e intercesión ante Jesús sacramentado va saliendo de su propio yo, y se va convirtiendo en Jesús. Así es como actúa el Señor que es Espíritu. Algún día podrá decir: “Vivo yo, no yo, Cristo vive en mi” (Ga 2,20).

San Agustín sobre los salmos: “No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, uniéndolos a él como miembros suyos. Así Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros. Oramos por tanto a él, por él y en él, y hablamos junto con él, ya que él habla junto con nosotros”. Cuanto menos queda de mi yo, tanto más seré Jesús: Jn 3,30.

Esta maravilla se hace realidad en nosotros por la gracia, que nos une a Cristo como sarmientos a la vid (Jn 15) y nos comunica la vida de Dios. La contemplación conduce a una unión cualitativamente superior, unión mística, en la que se nos comunican las propiedades de Dios: es un proceso de cristificación.

La Beata Isabel de la Trinidad: “Todos los domingos tenemos expuesto el Santísimo Sacramento en el Oratorio. Cuando abro la puerta y contemplo al divino Prisionero que me ha hecho a mí su prisionera en este querido Carmelo, me parece que se entreabre la puerta del cielo. Entonces pongo ante mi Jesús a todos cuantos llevo en mi corazón, y les encuentro nuevamente allí junto a El. Es tan grande mi felicidad que valía la pena de comprarla a gran precio. ¡Oh, qué bueno es Dios” (Cta. 85).

Así se realiza el gran sueño de todo contemplativo, como lo expresa la misma Beata: “¡Oh mi Cristo amado! Os pido ser revestida de Vos mismo, identificar mi alma con todos los sentimientos de vuestra alma, sumergirme en Vos, ser invadida por Vos, ser sustituida por Vos, para que mi vida sea solamente una irradiación de vuestra Vida. Venid a mí como Adorador, como Redentor y como Salvador… ¡Oh fuego abrasador, Espíritu de amor! Venid a mí para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Quiero ser para El una humanidad complementaria donde renueve todo su misterio. Y Vos, oh Padre, proteged a vuestra pobre criatura, cubridla con vuestra sombra, contemplad solamente en ella al Amado en quien habéis puesto todas vuestras complacencias” (Elevación a la SS.Trinidad).

La eficacia de la intercesión depende, ante todo, de nuestra unión con Jesús, mejor, fusión e identificación con Jesús. Jesús obtiene del Padre todo cuanto pide, porque tiene una confianza sin límites en la bondad y poder de Dios, y un amor sin límites a los hombres: “Habiendo amado a los suyos en este mudo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

El hecho de estar asociados a Jesús en su intercesión universal quiere decir que estamos destinados a ser Jesús ante el Padre y amar a nuestros semejantes con el amor de Jesús. Esta es la gran recompensa del intercesor fiel, humilde y constante.

 

7. ADORACIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Algunas iglesias protestantes en Suecia conservan su antigua estructura católica. Al entrar en una de ellas fuera de las horas de culto se palpa un gran vacío. Falta el Santísimo, que tanto calor da a nuestras iglesias y capillas. Maravilloso entrar en una iglesia católica en cualquier momento y ver una lucecita que silenciosamente anuncia “El Señor está aquí”. Mucho más maravilloso entrar en una humilde capilla y contemplar el Santísimo expuesto.

Si Salomón volviese a Jerusalén en toda su gloria, muchos irían a verlo, escucharlo y admirarlo. “Aquí hay uno que es más que Salomón” (Mt 12,42). ¡Y lo tenemos tan cerca! Por fortuna, son muchos los que en nuestros días sienten una fuerte llamada, como María de Betania: “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11,28). ¡No le dejemos solo! ¡El tiene tantas cosas que enseñarnos! Solo él conoce todo el misterio de Dios y de nuestra vida.

Juan Pablo II: “El culto que se da a la eucaristía fuera de la misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia… Es hermoso estar con él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón.” (Ecclesia de Euc. 25). Para palpar ese amor hay que escuchar los latidos de ese corazón. Ello sólo es posible en el más profundo silencio. Cuando entramos en el silencio de Jesús eucaristía, nos adentramos en la eternidad. Palpamos el amor que arde en el corazón de Dios; experimentamos paz, serenidad, salud; recibimos una fuerza que no es de este mundo, fuerza capaz de superar todos los obstáculos del mundo.

¡Impresionante el silencio de Jesús en la eucaristía, por 2000 años! Silencio que grita en favor de la humanidad con tanta fuerza, que jamás se oyen las amenazas y lamentos de parte de Dios tan frecuentes en el antiguo testamento.

¿Queremos aprender a interceder? Jesús es el mejor maestro, la eucaristía la mejor escuela. Acudamos ahí. Ahondando en ese silencio eucarístico, uno se olvida de sus problemas, deseos y proyectos… tan estrechos y mezquinos. Uno siente la llamada a interceder por cierta persona, necesidad, causa o país, por la Iglesia, por la humanidad. Tarde o temprano uno descubre que la intercesión más poderosa se hace desde el silencio sagrado de la Eucaristía.

El Papa Benedicto recibió a cien mil niños en la Plaza de san Pedro. Dialogando con ellos, anunció iba a haber adoración con el Santísimo. Un niño le preguntó, “¿Qué es adoración?” “Abrazarte a Jesús y decirle: soy tuyo, quédate siempre conmigo”.

La obra más grandiosa de Dios, la Encarnación, se realiza en silencio, oscuridad, humildad. Para ella se sirve Dios de una mujer pobre y humilde. “¿Cómo será esto?”, pregunta María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,34s). El Espíritu se encarga de las grandes maravillas de Dios, como la presencia eucarística de Jesús entre nosotros.

Todos los acontecimientos de la historia suceden una vez, en un momento dado, luego son absorbidos por el pasado. Todo pasa. Pero hay un acontecimiento que sucedió hace 2000 años y que no pasa: se mantiene presente y actual a lo largo de los siglos. Es el misterio pascual de Cristo. “Su muerte fue un morir al pecado de una vez para siempre; su vida es un vivir para Dios” (Rm 6,10). “Cristo penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos, sino con su propia sangre consiguiendo la liberación definitiva” (Hb 9,12). Al penetrar en el santuario de la eternidad todos los acontecimientos en la vida de Cristo participan de la eternidad, y se mantienen siempre presentes.

Juan Pablo II: “Todo lo que Cristo es, todo o que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos. Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación, y se realiza la obra de nuestra redención. Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así todo fiel puede participar en él y obtener sus frutos inagotablemente” (n.11).

En la eucaristía se encuentra como condensada toda la vida de Cristo Salvador. La encarnación, su nacimiento e infancia, la proclamación de la buena nueva, crucifixión, resurrección… todos los acontecimientos, todos los momentos de la vida de Jesús perduran y se hacen presentes en la eucaristía. Ahí podemos vivir con Jesús cualquier momento de su vida, especialmente su pasión y gloriosa resurrección.

Santa Teresa se ríe de los que se lamentan no haber vivido en los tiempos de Cristo. Sin fe de nada les hubiese servido. Ahora en la eucaristía lo tenemos más cerca; y con una fe viva, más accesible.

Según una vieja leyenda del Tibet, Buda disparó una flecha. Allí donde la flecha cayó brotó un manantial. A quien se lava en él, se le perdonan todos los pecados de modo que puede presentarse limpio ante Dios. Algunos devotos recorren selvas, valles y montañas en busca del prodigioso manantial. Hasta le fecha nadie ha dado con él.

¡Qué afortunados nosotros, los cristianos: conocemos un manantial capaz de borrar todos nuestros pecados y los del mundo entero! Cuando Jesús estaba ya muerto, víctima de nuestros pecados, “uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y al punto salió sangre y agua” (Jn 19,34). Y el evangelista recuerda la profecía, que dice, “Mirarán al que traspasaron” Jn 19,37). Cuando con fe y amor contemplamos a Jesús en el Santísimo Sacramento se cumple esta profecía, y nos encontramos ante la fuente de toda gracia, de salud, de vida.

La contemplación del Santísimo Sacramento es, a su vez, una profecía, porque anuncia lo que haremos por toda la eternidad. En el cielo cesará la inmolación del Cordero. Pero nunca cesará la contemplación del Cordero que se inmoló por nosotros, resucitó, vive y reina para siempre. Con gratitud y gozo infinitos le cantaremos todos. (Ap 5,6ss).

Es interesante notar cómo Jesús resucitado se aparece a sus más íntimos amigos, y estos no le reconocen de inmediato; lo toman por un hortelano, un peregrino, un cocinero, un desconocido… Jesús resucitado se puede confundir con cualquiera, porque se ha identificado con todos. En la Eucaristía es Jesús resucitado a quien contemplamos y veneramos. Su rostro está oculto. Pero en ese rostro se pueden ver todos los rostros humanos. Algunos muy desfigurados por el pecado. Pero todos redimidos en la sangre de Jesús y sumergidos en un océano sin límites de misericordia divina.

Escribe la Beata Isabel de la Trinidad en un Jueves Santo: “¡Qué momento más sublime acabo de pasar contigo! Amor divino, ¡qué lágrimas tan dulces y suaves he derramado en tu compañía! Perdón, perdón por los pecadores. He suplicado tanto a Dios cuando permanecías en mi corazón… He dicho a ese Padre Omnipotente que no podía negarme nada, pues se lo pedía en tu nombre… Cuando esta mañana he visto a tantos hombres acercarse a la mesa eucarística, he llorado de alegría. Me pareció, sin embargo, que en el fondo de mi alma me recordabas a los ausentes. Amor mío, perdónales; admite el consuelo de quienes te aman”.

Frutos de la adoración

1. La adoración del Santísimo es fuente de sanación y liberación interior. Ya en los primeros siglos del cristianismo, el cuerpo del Señor se reservaba, después de la celebración, para poder llevarlo a los enfermos. Podemos decir que son los enfermos los que han motivado la presencia permanente del Santísimo Sacramento. Y ahí continúa Jesús acogiendo a los enfermos de alma y de cuerpo.

Permaneciendo largos ratos en silencio sosegado ante el Santísimo se realiza una terapia de profundidad. Bajo la radiación del cuerpo resucitado Jesús uno va saliendo de su yo y se va pasando al alma de Cristo; uno se olvida de sus problemas y preocupaciones, de sus proyectos e intereses personales, consciente de que Alguien se ocupa de todo ello. La luz, la paz, el amor de Jesús van penetrando poco a poco el corazón del adorador como bálsamo y lo sanan; inundan su espíritu y lo liberan. Aquí está el sol que lleva salud en sus rayos.

Al mismo tiempo, (sin saber cómo) se van gravando en nuestro interior los pensamientos, proyectos y deseos de Dios; los sentimientos del corazón de Jesús van reemplazando los nuestros. Nuestra voluntad se va fusionando con la de Dios. “No perdáis vuestra esperanza cierta que tendrá una gran recompensa. Es necesario que seáis constantes en el cumplimiento de la voluntad de Dios para que alcancéis lo que os está prometido” (Hb 10,36). Eso es lo que realmente necesitamos para ser felices: para vivir en paz con nosotros mismos y con todos.

Y ¡cómo agradece Jesús nuestras visitas y nuestra compañía silenciosa. Una señora parisina solía ver cómo un mendigo pasaba largos ratos en la iglesia. Se le acercó un día para interesarse y el mendigo le dijo: “Cuando era niño mi madre me enseñó oraciones, pero se me han olvidado todas. Ahora cuando estoy libre entro en la iglesia y digo: Jesús, soy Paul. Y me quedo un rato con él”. Pasado algún tiempo el mendigo desapareció de la escena. La señora hizo pesquisas y lo encontró en un hospital en estado muy crítico. A los pocos días volvió a visitarlo y lo encontró desayunando, afeitado, sonriente. Ante su sorpresa le dijo el mendigo: “Ayer me encontraba muy mal, creí iba a morirme, cuando entró alguien y me dijo: Paul, soy Jesús. Me tomó de la mano y desaparecieron todos los males”.

2. La adoración prolongada es un atajo para la contemplación infusa. En el silencio y la inacción del hombre (a veces demasiado cansado para pensar), Dios encuentra el espacio necesario para actuar como sólo él sabe. Todo comienza con una simple mirada a Jesús; una mirada que es fe, amor, entrega, abandono: uno se comunica más allá de conceptos, palabras, sentimientos: Está contemplando algo incomprensible, inexpresable, algo, o alguien adorable.

Canta san Juan de la Cruz:

“¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre:

aunque es de noche!

Aquesta fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche”

3. Como bien afirma Juan Pablo II: “En muchos lugares la adoración del Santísimo Sacramento tiene una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad” (Ibid n.10). No hay duda, la adoración silenciosa y prolongada conduce suavemente a la contemplación silenciosa. Nada tan santificante como la contemplación infusa. Es el taller donde el Espíritu trabaja con menos obstáculos de nuestra parte y labra la santidad. Sólo el Espíritu Santo conoce el arte de hacer auténticos santos (2Co 3,17s. La contemplación ante el Santísimo ayuda a reproducir los rasgos del Santísimo.

4. Por eso es también la mejor intercesión. Jesús en la Eucaristía es todo oblación a favor de los hombres, es todo intercesión. Para ser intercesores las 24 horas del día no hace falta complicar la vida; sí, entregar la vida. La intercesión más completa es una vida entregada a Jesús, por las mismas intenciones de Jesús: por la salvación del mundo entero. (Rm 12,1s).

La Beata Isabel de la Trinidad: “Todos los domingos tenemos expuesto el Santísimo Sacramento en el Oratorio. Cuando abro la puerta y contemplo al divino Prisionero que me ha hecho a mí su prisionera en este querido Carmelo, me parece que se entreabre la puerta del cielo. Entonces pongo ante mi Jesús a todos cuantos llevo en mi corazón, y allí, a su lado los vuelvo a encontrar. Es tan grande mi felicidad que valía la pena de comprarla a gran precio. ¡Oh, qué bueno es Dios” (Cta 91). Así es la intercesión contemplativa, tan sencilla y tan profunda.

5. Es fuente de apostolado. La santificación personal a beneficio de todos es el mejor apostolado. Jesús ora: “Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en verdad” (Jn 17,19). De ahí el crecimiento de la Iglesia en santidad. Como todos los bautizados somos miembros de un solo cuerpo, los intercesores podemos comunicar la vida divina a la Iglesia en la medida en que nosotros la vivimos. Y la vivimos en la medida en que nos sumergimos en el misterio de Cristo y de la Trinidad Santa.

Un gran apóstol de nuestro tiempo, Juan Pablo II: “Si el cristino ha de distinguirse en nuestro tiempo por el arte de la oración, ¿cómo no sentir una gran necesidad de estar largos ratos en adoración silenciosa, en actitud de amor ante Cristo en el SS Sacramento? ¡Cuantas veces he encontrado ahí fuerza, consuelo y apoyo!” (n.25).

Contemplando y adorando a Jesús en la Eucaristía el reino de Dios se va adentrando y profundizando en el orante. “El reino de Dios que es justicia (santidad) y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm 14,17). Nada más esencial para el apostolado, pues únicamente desde dentro del reino se puede trabajar eficazmente por la extensión del reino.

La Universidad Católica en la India solía promover acampadas de estudiantes universitarios y profesores jóvenes, cada año en uno de los lugares más pobres del país, de modo que esos jóvenes privilegiados tomasen conciencia del sufrimiento de sus hermanos. Por varios años me tocó acompañar a esos grupos. La mañana se dedicaba a la oración y trabajo social: reparando chozas, abriendo pozos, mejorando caminos… Después de comer nos reuníamos en la iglesia o capilla local para un buen rato de adoración ante el Santísimo. A continuación los jóvenes salían a de dos en dos a evangelizar, mientras unos pocos permanecíamos toda la tarde en adoración e intercesión. Al evaluar los frutos de la acampada, con frecuencia nos tocó oír: “Los días que prolongábamos la oración antes de salir, solíamos encontrar a esas gentes más abiertas a la palabra de Dios. Las veces que por cualquier razón acortábamos el tiempo de adoración, la gente se mostraba más reacia a nuestra predicación”.

En el Sínodo de Roma (Oct. 2005) se exponía el Santísimo mañana y tarde por una hora para los obispos participantes. Varios obispos en ese Sínodo constataron un nuevo interés en la adoración del Santísimo en sus países, incluida adoración permanente El Cardenal de Bombay declaró: “La adoración eucarística en mi diócesis se ha convertido en medio para que hindúes y protestantes se acerquen a la Iglesia”.

El profeta Ezequiel (47,1ss) describe cómo un arroyo mana del altar del templo, se convierte en un río que crece mientras avanza hacia el valle Arabá (Iglesia) y al mar Muerto (mundo). Esas aguas del templo son fuente de fertilidad y de salud. Cuando los intercesores unidos a Cristo actúan como río o canal, que deja correr el agua, no como pozo que la retiene, ellos son los primeros en experimentar los beneficios de la gracia liberadora, sanadora, santificadora, transformadora de Dios.

Hagamos compañía a Jesús sacramentado “Hasta que tenga lugar la manifestación de Jesucristo, al que amamos y en el que creemos sin haberlo viso; por el que nos alegramos con un gozo inenarrable, seguros de alcanzar la salvación, objeto de vuestra fe” (1P 1,7ss).