Extraídos de José María Iraburu, La adoración eucarística, Pamplona, Fundación Gratisdate, 2001
Desde el principio del cristianismo, la Eucaristía es la fuente, el centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia. Como memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo Salvador, como sacrificio de la Nueva Alianza, como cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como signo y causa de la unidad de la Iglesia, como actualización perenne del Misterio pascual, como Pan de vida eterna y Cáliz de salvación, la celebración de la Eucaristía es el centro indudable del cristianismo.
Normalmente, la Misa al principio se celebra sólo el domingo, pero ya en los siglos III y IV se generaliza la Misa diaria.
La devoción antigua a la Eucaristía lleva en algunos momentos y lugares a celebrarla en un solo día varias veces. San León III (+816) celebra con frecuencia siete y aún nueve en un mismo día. Varios concilios moderan y prohíben estas prácticas excesivas. Alejandro II (+1073) prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de considerarse el que pueda celebrar dignamente una sola Misa» cada día.
En los siglos primeros, a causa de las persecuciones y al no haber templos, la conservación de las especies eucarísticas se hace normalmente en forma privada, y tiene por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes.
Esta reserva de la Eucaristía, al cesar las persecuciones, va tomando formas externas cada vez más solemnes.
Las Constituciones apostólicas –hacia el 400– disponen ya que, después de distribuir la comunión, las especies sean llevadas a un sacrarium. El sínodo de Verdun, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en un lugar eminente y honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una lámpara permanentemente encendida». Las píxides de la antigüedad eran cajitas preciosas para guardar el pan eucarístico. León IV (+855) dispone que «solamente se pongan en el altar las reliquias, los cuatro evangelios y la píxide con el Cuerpo del Señor para el viático de los enfermos».
Estos signos expresan la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del Salvador y su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía. Todavía, sin embargo, la reserva eucarística tiene como fin exclusivo la comunión de enfermos y ausentes; pero no el culto a la Presencia real.
Ha de advertirse, sin embargo, que ya por esos siglos el cuerpo de Cristo recibe de los fieles, dentro de la misma celebración eucarística, signos claros de adoración, que aparecen prescritos en las antiguas liturgias. Especialmente antes de la comunión –Sancta santis, lo santo para los santos–, los fieles realizan inclinaciones y postraciones:
«San Agustín decía: “nadie coma de este cuerpo, si primero no lo adora”, añadiendo que no sólo no pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo» (Pío XII, Mediator Dei 162).
Por otra parte, la elevación de la hostia, y más tarde del cáliz, después de la consagración, suscita también la adoración interior y exterior de los fieles. Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha es practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en todo el Occidente. En nuestro siglo, en 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía», concede indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo «Señor mío y Dios mío» (Jungmann II,277-291).
La adoración de Cristo en la misma celebración del Sacrificio eucarístico es vivida, como hemos dicho, desde el principio. Y la adoración de la Presencia real fuera de la Misa irá configurándose como devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de un Ratramno, se opone con fuerza el realismo de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la Eucaristía, no siempre en términos exactos.
Conflictos teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con prontitud y fuerza unánime contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours (+1088). Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón (+1117) o Guillermo de Champeaux (+1121), y es inmediatamente condenada por un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059 y de 1079 (Dz 690 y 700).
En efecto, el pan y el vino, una vez consagrados, se convierten «substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro Señor». Por eso en el Sacramento está presente totus Christus, en alma y cuerpo, como hombre y como Dios.
Estas enérgicas afirmaciones de la fe van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la Presencia real.
Veamos algunos ejemplos. A fines del siglo IX, la Regula solitarium establece que los ascetas reclusos, que viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante las controversias con Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y de Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y de incensarlo. En el siglo XII, la Regla de los reclusos prescribe: «orientando vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: “¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!”».
En todo caso, conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva eucarística en este día… El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario, devoción que empieza a generalizarse a principios del siglo XIII» (Olivar 192).
Por esos tiempos, sin embargo, no todos participan de la devoción eucarística, y también se dan casos horribles de desafección a la Presencia real. Veamos, a modo de ejemplo, la infinita distancia que en esto se produce entre cátaros y franciscanos. Cayetano Esser, franciscano, describe así el mundo de los primeros:
«En aquellos tiempos, el ataque más fuerte contra el Sacramento del Altar venía de parte de los cátaros [muy numerosos en la zona de Asís]. Empecinados en su dualismo doctrinal, rechazaban precisamente la Eucaristía porque en ella está siempre en íntimo contacto el mundo de lo divino, de lo espiritual, con el mundo de lo material, que, al ser tenido por ellos como materia nefanda, debía ser despreciado. Por oportunismo, conservaban un cierto rito de la fracción del pan, meramente conmemorativo. Para ellos, el sacrificio mismo de Cristo no tenía ningún sentido.
«Otros herejes declaraban hasta malvado este sacramento católico. Y se había extendido un movimiento de opinión que rehusaba la Eucaristía, juzgando impuro todo lo que es material y proclamando que los “verdaderos cristianos” deben vivir del “alimento celestial”.
«Teniendo en cuenta este ambiente, se comprenderá por qué, precisamente en este tiempo, la adoración de la sagrada hostia, como reconocimiento de la presencia real, venía a ser la señal distintiva más destacada de los auténticos verdaderos cristianos. El culto de adoración de la Eucaristía, que en adelante irá tomando formas múltiples, tiene aquí una de sus raíces más profundas. Por el mismo motivo, el problema de la presencia real vino a colocarse en el primer plano de las discusiones teológicas, y ejerció también una gran influencia en la elaboración del rito de la Misa.
«Por otra parte, las decisiones del Concilio de Letrán [IV: 1215] nos descubren los abusos de que tuvo que ocuparse entonces la Iglesia. El llamado Anónimo de Perusa es a este respecto de una claridad espantosa: sacerdotes que no renovaban al tiempo debido las hostias consagradas, de forma que se las comían los gusanos; o que dejaban a propósito caer a tierra el cuerpo y la sangre del Señor, o metían el Sacramento en cualquier cuarto, y hasta lo dejaban colgado en un árbol del jardín; al visitar a los enfermos, se dejaban allí la píxide y se iban a la taberna; daban la comunión a los pecadores públicos y se la negaban a gentes de buena fama; celebraban la santa Misa llevando una vida de escándalo público», etc. (Temi spirituali, Biblioteca Francescana, Milán 1967, 281-282; +D. Elcid, Clara de Asís, BAC pop. 31, Madrid 1986, 193-195).
Frente a tales degradaciones, se producen en esta época grandes avances de la devoción eucarística. Entre otros muchos, podemos considerar el testimonio impresionante de san Francisco de Asís (1182-1226). Poco antes de morir, en su Testamento, pide a todos sus hermanos que participen siempre de la inmensa veneración que él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes:
«Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (10-11; +Admoniciones 1: El Cuerpo del Señor).
Esta devoción eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, también marca una huella muy profunda, que dura hasta nuestros días, en la espiritualidad de las clarisas. En la Vida de santa Clara (+1253), escrita muy pronto por el franciscano Tomás de Celano (hacia 1255), se refiere un precioso milagro eucarístico. Asediada la ciudad de Asís por un ejército invasor de sarracenos, son éstos puestos en fuga en el convento de San Damián por la virgen Clara:
«Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos». De la misma cajita le asegura la voz del Señor: “yo siempre os defenderé”, y los enemigos, llenos de pánico, se dispersan» (Legenda santæ Claræ 21).
La iconografía tradicional representa a Santa Clara de Asís con una custodia en la mano.
El profundo sentimiento cristocéntrico, tan característico de esta fase de la Edad Media, no puede menos de orientar el corazón de los fieles hacia el Cristo glorioso, oculto y manifiesto en la Eucaristía, donde está realmente presente. Así lo hemos comprobado en el ejemplo de franciscanos y clarisas. Es ahora, efectivamente, hacia el 1200, cuando, por obra del Espíritu Santo, la devoción al Cristo de la Eucaristía va a desarrollarse en el pueblo cristiano con nuevos impulsos decisivos.
A partir del año 1208, el Señor se aparece a santa Juliana (1193-1258), primera abadesa agustina de Mont-Cornillon, junto a Lieja. Esta religiosa es una enamorada de la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del cielo su único alimento. El Señor inspira a santa Juliana la institución de una fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Por ella los fieles se fortalecen en el amor a Jesucristo, expían los pecados y desprecios que se cometen con frecuencia contra la Eucaristía, y al mismo tiempo contrarrestan con esa fiesta litúrgica las agresiones sacrílegas cometidas contra el Sacramento por cátaros, valdenses, petro-brusianos, seguidores de Amaury de Bène, y tantos otros.
Bajo el influjo de estas visiones, el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, instituye en 1246 la fiesta del Corpus. Hugo de Saint-Cher, dominico, cardenal legado para Alemania, extiende la fiesta a todo el territorio de su legación. Y poco después, en 1264, el papa Urbano IV, antiguo arcediano de Lieja, que tiene en gran estima a la santa abadesa Juliana, extiende esta solemnidad litúrgica a toda la Iglesia latina mediante la bula Transiturus. Esta carta magna del culto eucarístico es un himno a la presencia de Cristo en el Sacramento y al amor inmenso del Redentor, que se hace nuestro pan espiritual.
Es de notar que en esta Bula romana se indican ya los fines del culto eucarístico que más adelante serán señalados por Trento, por la Mediator Dei de Pío XII o por los documentos pontificios más recientes: 1) reparación, «para confundir la maldad e insensatez de los herejes»; 2) alabanza, «para que clero y pueblo, alegrándose juntos, alcen cantos de alabanza»; 3) servicio, «al servicio de Cristo»; 4) adoración y contemplación, «adorar, venerar, dar culto, glorificar, amar y abrazar el Sacramento excelentísimo»; 5) anticipación del cielo, «para que, pasado el curso de esta vida, se les conceda como premio» (DSp IV, 1961, 1644).
La nueva devoción, sin embargo, ya en la misma Lieja, halla al principio no pocas oposiciones. El cabildo catedralicio, por ejemplo, estima que ya basta la Misa diaria para honrar el cuerpo eucarístico de Cristo. De hecho, por una serie de factores adversos, la bula de 1264 permanece durante cincuenta años como letra muerta.
Prevalece, sin embargo, la voluntad del Señor, y la fiesta del Corpus va siendo aceptada en muchos lugares: Venecia, 1295; Wurtzburgo, 1298; Amiens, 1306; la orden del Carmen, 1306; etc. Los títulos que recibe en los libros litúrgicos son significativos: dies o festivitas eucharistiæ, festivitas Sacramenti, festum, dies, sollemnitas corporis o de corpore domini nostri Iesu Christi, festum Corporis Christi, Corpus Christi, Corpus…
El concilio de Vienne, finalmente, en 1314, renueva la bula de Urbano IV. Diócesis y órdenes religiosas aceptan la fiesta del Corpus, y ya para 1324 es celebrada en todo el mundo cristiano.
La celebración del Corpus implica ya en el siglo XIII una procesión solemne, en la que se realiza una «exposición ambulante del Sacramento» (Olivar 195). Y de ella van derivando otras procesiones con el Santísimo, por ejemplo, para bendecir los campos, para realizar determinadas rogativas, etc.
Por otra parte, «esta presencia palpable, visible, de Dios, esta inmediatez de su presencia, objeto singular de adoración, produjo un impacto muy notable en la mentalidad cristiana occidental e introdujo nuevas formas de piedad, exigiendo rituales nuevos y creando la literatura piadosa correspondiente. En el siglo XIV se practicaba ya la exposición solemne y se bendecía con el Santísimo. Es el tiempo en que se crearon los altares y las capillas del santísimo Sacramento» (Id. 196).
Las exposiciones mayores se van implantando en el siglo XV, y siempre la patria de ellas «es la Europa central. Alemania, Escandinavia y los Países Bajos fueron los centros de difusión de las prácticas eucarísticas, en general» (Id. 197). Al principio, colocado sobre el altar el Sacramento, es adorado en silencio. Poco a poco va desarrollándose un ritual de estas adoraciones, con cantos propios, como el Ave verum Corpus natum ex Maria Virgine, muy popular, en el que tan bellamente se une la devoción eucarística con la mariana.
La exposición del Santísimo recibe una acogida popular tan entusiasta que ya hacia 1500 muchas iglesias la practican todos los domingos, normalmente después del rezo de las vísperas –tradición que hoy perdura, por ejemplo, en los monasterios benedictinos de la congregación de Solesmes–. La costumbre, y también la mayoría de los rituales, prescribe arrodillarse en la presencia del Santísimo.
En los comienzos, el Santísimo se mantenía velado tanto en las procesiones como en las exposiciones eucarísticas. Pero la costumbre y la disciplina de la Iglesia van disponiendo ya en el siglo XIV la exposición del cuerpo de Cristo «in cristallo» o «in píxide cristalina».
Con el fin de que nunca cese el culto de fe, amor y agradecimiento a Cristo, presente en la Eucaristía, nacen las Cofradías del Santísimo Sacramento, que «se desarrollan antes, incluso, que la festividad del Corpus Christi. La de los Penitentes grises, en Avignon se inicia en 1226, con el fin de reparar los sacrilegios de los albigenses; y sin duda no es la primera» (Bertaud 1632). Con unos u otros nombres y modalidades, las Cofradías Eucarísticas se extienden ya a fin del siglo XIII por la mayor parte de Europa.
Estas Cofradías aseguran la adoración eucarística, la reparación por las ofensas y desprecios contra el Sacramento, el acompañamiento del Santísimo cuando es llevado a los enfermos o en procesión, el cuidado de los altares y capillas del Santísimo, etc.
Todas estas hermandades, centradas en la Eucaristía, son agregadas en una archicofradía del Santísimo Sacramento por Paulo III en la Bula Dominus noster Jesus Cristus, en 1539, y tienen un influjo muy grande y benéfico en la vida espiritual del pueblo cristiano. Algunas, como la Compañía del Santísimo Sacramento, fundada en París en 1630, llegaron a formar escuelas completas de vida espiritual para los laicos.
Su fundador fue el Duque de Ventadour, casado con María Luisa de Luxemburgo. En 1629, ella ingresa en el Carmelo y él toma el camino del sacerdocio (E. Levesque, DSp II, 1301-1305).
Las Asociaciones y Obras eucarísticas se multiplican en los últimos siglos: la Guardia de Honor, la Hora Santa, los Jueves sacerdotales, la Cruzada eucarística, etc.
Atención especial merece hoy, por su difusión casi universal en la Iglesia Católica, la Adoración Nocturna. Aunque tiene varios precedentes, como más tarde veremos, en su forma actual procede de la asociación iniciada en París por Hermann Cohen el 6 de diciembre de 1848, hace, pues, ciento cincuenta años.
Los últimos ocho siglos de la historia de la Iglesia suponen en los fieles católicos un crescendo notable en la devoción a Cristo, presente en la Eucaristía.
En efecto, a partir del siglo XIII, como hemos visto, la devoción al Sacramento se va difundiendo más y más en el pueblo cristiano, haciéndose una parte integrante de la piedad católica común. Los predicadores, los párrocos en sus comunidades, las Cofradías del Santísimo Sacramento, impulsan con fuerza ese desarrollo devocional.
En el crecimiento de la piedad eucarística tiene también una gran importancia la doctrina del concilio de Trento sobre la veneración debida al Sacramento (Dz 882. 878. 888/1649. 1643-1644. 1656). Por ella se renuevan devociones antiguas y se impulsan otras nuevas.
La adoración eucarística de las Cuarenta horas, por ejemplo, tiene su origen en Roma, en el siglo XIII. Esta costumbre, marcada desde su inicio por un sentido de expiación por el pecado –cuarenta horas permanece Cristo en el sepulcro, recibe en Milán durante el siglo XVI un gran impulso a través de San Antonio María Zaccaria (+1539) y de San Carlos Borromeo después (+1584). Clemente VIII, en 1592, fija las normas para su realización. Y Urbano VIII (+1644) extiende esta práctica a toda la Iglesia.
La procesión eucarística de «la Minerva», que solía realizarse en las parroquias los terceros domingos de cada mes, procede de la iglesia romana de Santa Maria sopra Minerva.
Las devociones eucarísticas, que hemos visto nacer en centro Europa, arraigan de modo muy especial en España, donde adquieren expresiones de gran riqueza estética y popular, como los seises de Sevilla o el Corpus famoso de Toledo. Y de España pasan a Hispanoamérica, donde reciben formas extremadamente variadas y originales, tanto en el arte como en el folclore religioso: capillas barrocas del Santísimo, procesiones festivas, exposiciones monumentales, bailes y cantos, poesías y obras de teatro en honor de la Eucaristía.
El culto a la Eucaristía fuera de la Misa llega, en fin, a integrar la piedad común del pueblo cristiano. Muchos fieles practican diariamente la visita al Santísimo. En las parroquias, con el rosario, viene a ser común la Hora santa, la exposición del Santísimo diaria o semanal, por ejemplo, en los Jueves eucarísticos.
El arraigo devocional de las visitas al Santísimo puede comprobarse por la abundantísima literatura piadosa que ocasiona. Por ejemplo, entre los primeros escritos de san Alfonso María de Ligorio (+1787) está Visite al SS. Sacramento e a Maria SS.ma, de 1745. En vida del santo este librito alcanza 80 ediciones y es traducido a casi todas las lenguas europeas. Posteriormente ha tenido más de 2.000 ediciones y reimpresiones.
En los siglos modernos, hasta hoy, la piedad eucarística cumple una función providencial de la máxima importancia: confirmando diariamente la fe de los católicos en la amorosa presencia real de Jesús resucitado, les sirve de ayuda decisiva para vencer la frialdad del jansenismo, las tentaciones deístas de un iluminismo desencarnado o la actual horizontalidad inmanentista de un secularismo generalizado.
Institutos especialmente centrados en la veneración de la Eucaristía hay muy antiguos, como los monjes blancos o hermanos del Santo Sacramento, fundados en 1328 por el cisterciense Andrés de Paolo. Pero estas fundaciones se producen sobre todo a partir del siglo XVII, y llegan a su mayor número en el siglo XIX.
«No es exagerado decir que el conjunto de las congregaciones fundadas en el siglo XIX –adoratrices, educadoras o misioneras– profesa un culto especial a la Eucaristía: adoración perpetua, largas horas de adoración común o individual, ejercicios de devoción ante el Santísimo Sacramento expuesto, etc.» (Bertaud 1633).
Recordaremos aquí únicamente, a modo de ejemplo, a los Sacerdotes y a las Siervas del Santísimo Sacramento, fundados por san Pedro-Julián Eymard (+1868) en 1856 y 1858, dedicados al apostolado eucarístico y a la adoración perpetua. Y a las Adoratrices, siervas del Santísimo Sacramento y de la caridad, fundadas en 1859 por santa Micaela María del Santísimo Sacramento (+1865), que escribe en una ocasión:
«Estando en la guardia del Santísimo… me hizo ver el Señor las grandes y especiales gracias que desde los Sagrarios derrama sobre la tierra, y además sobre cada individuo, según la disposición de cada uno… y como que las despide de Sí en favor de los que las buscan» (Autobiografía 36,9).
Es en estos años, en 1848, como ya vimos, cuando Hermann Cohen inicia en París la Adoración Nocturna.
En el siglo XX son también muchos los institutos que nacen con una acentuada devoción eucarística. En España, por ejemplo, podemos recordar los fundados por el beato Manuel González, obispo (1887-1940): las Marías de los Sagrarios, las Misioneras eucarísticas de Nazaret, etc. En Francia, los Hermanitos y Hermanitas de Jesús, derivados de Charles de Foucauld (1858-1916) y de René Voillaume. También las Misioneras de la Caridad, fundadas por la beata madre Teresa de Calcuta, se caracterizan por la profundidad de su piedad eucarística. En éstos y en otros muchos institutos, la Misa y la adoración del Santísimo forman el centro vivificante de cada día.
Émile Tamisier (1843-1910), siendo novicia, deja las Siervas del Santísimo Sacramento para promover en el siglo la devoción eucarística. Lo intenta primero en forma de peregrinaciones, y más tarde en la de congresos. Éstos serán diocesanos, regionales o internacionales. El prime congreso eucarístico internacional se celebra en Lille en 1881, y desde entonces se han seguido celebrando ininterrumpidamente hasta nuestros días.
Ya hemos aludido a algunas posiciones antieucarísticas producidas entre los siglos IX y XIII. Pues bien, en la primera mitad del siglo XVI resurge la cuestión con los protestantes y por eso el concilio de Trento, en 1551, se ve obligado a reafirmar la fe católica frente a ellos, que la niegan:
«Si alguno dijere que, acabada la consagración de la Eucaristía, no se debe adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, unigénito Hijo de Dios, y que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de fiesta, ni llevándosele solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y que sus adoradores son idólatras, sea anatema» (Dz 888/1656).
El anglicanismo, sin embargo, reconoce en sus comienzos la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Y aunque pronto sufre en este tema influjos luteranos y calvinistas, conserva siempre más o menos, especialmente en su tendencia tradicional, un cierto culto de adoración (Bertaud 1635). El acuerdo anglicano-católico sobre la teología eucarística, de septiembre de 1971, es un testimonio de esta proximidad doctrinal («Phase» 12, 1972, 310-315). En todo caso, el mundo protestante actual, en su conjunto, sigue rechazando el culto eucarístico.
En nuestro tiempo, estas posiciones protestantes han afectado a una buena parte de los llamados católicos progresistas, haciendo necesaria la encíclica Mysterium fidei (1965) de Pablo VI:
En referencia a la Eucaristía, no se puede «insistir tanto en la naturaleza del signo sacramental como si el simbolismo, que ciertamente todos admiten en la sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en este sacramento. Ni se puede tampoco discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación y transfinalización. Como tampoco se puede proponer y aceptar la opinión de que en las hostias consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio, ya no se halla presente nuestro Señor Jesucristo» (4).
Las Iglesias de Oriente, en fin, todas ellas, promueven en sus liturgias un sentido muy profundo de adoración de Cristo en la misma celebración del Misterio sagrado. Pero fuera de la Misa, el culto eucarístico no ha sido asumido por las Iglesias orientales separadas de Roma, que permanecen fijas en lo que fueron usos universales durante el primer milenio cristiano. Sí en cambio por las Iglesias orientales que viven la comunión católica (+Mysterium fidei 41). En ellas, incluso, hay también institutos religiosos especialmente destinados a esta devoción, como las Hermanas eucarísticas de Salónica (Bertaud 1634-1635).
Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, Comisión episcopal española de Liturgia, Madrid 1979.
Angot, M-B., Las casas de adoración, Herder, Barcelona 1995; Arnau, R., La oración ante el Santísimo Sacramento como comportamiento eclesial, «Teología Espiritual» 26 (1982) 85-98; Bertaud, É., Dévotion eucharistique; esquisse histori-que, DSp IV, 1621-1637; Bourbonais, G., L’adoration eucharistique aujourd’hui, «Vie Consacrée» 42 (1970) 65-88; Croce-tti, G., L’adorazione a Cristo Redentore presente nell’Eucaristia, «La Scuola Cattolica» 110 (1982) 3-28; Fortún, F. X., OSB, El Sagrario y el Evangelio, Rialp, Madrid 1990; González, C., La adoración eucarística, Paulinas, Madrid 1990; González, ven. M., Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario, EGDA, Madrid 198612; Iraburu, J. M., La adoración eucarística nocturna, A. N. E. Pam-plona, 1999; Molien, O., Adoration, DSp I, 210-222; Jungmann, J. A., El sacrificio de la Misa, BAC 68, Madrid 19593; Longpré, É., Eucharistie et expérience mystique, DSp IV, 1586-1621; Olivar, A., El desarrollo del culto eucarístico fuera de la Misa, «Phase» 135 (1983) 187-203; Roche, J., Le culte du Saint-Sacrement hors Messe, «Esprit et vie» 92 (1982) 273-281; Sadoux, D.-Gervais, P., L’adoration eucharistique, «Vie consacrée» (1983) 85-97; Sayés, J. A., La presencia real de Cristo en la Eucaristía, BAC 386, Madrid 1976; Solano, J., Textos eucarísticos primitivos, BAC 88 y 118, Madrid 19782 y 19792; Tena, P., La adoración eucarística. Teología y espiritualidad, «Phase» 135 (1983) 205-218; Van Doren, Dom Rom-baut, La réserve eucaristique, «Questions Liturgiques» 63 (1982) 234-242; Vassali, G. – Núñez, E. G. – R. Fortin, R., Culte de la Présence réelle et Magistère, DSp IV, 1637-1648.