P. Raniero Cantalamessa, ofmcap. (Barcelona, 4 de març 2007)
El modo más simple y directo para ilustrar el misterio eucarístico es comprender la Misa en la que es celebrado y vivido. Por tanto, seguiremos este camino. En la antigüedad cristiana existía un tipo de catequesis especial llamada catequesis mistagógica. A diferencia de la catequesis ordinaria, era impartida después, no antes del bautismo, por el obispo mismo y no por subalternos. Su objetivo, como dice el nombre, era «introducir a los fieles en las profundidades del misterio».
Era el momento en que se revelaban a los neófitos los misterios más sagrados, que se habían tenido escondidos hasta ese momento, en razón de la «disciplina del arcano», para evitar toda profanación posible. La Eucaristía era el centro y el corazón de la catequesis mistagógica. Basta leer las catequesis mistagógicas de san Cirilo de Jerusalén para darse cuenta de la solemnidad y del clima espiritual que se respiraban en dichos momentos.
Querría renovar, al menos en parte, esa experiencia. Para nosotros la Eucaristía no es algo nuevo a descubrir, es algo antiguo y familiar, pero, precisamente por esto, quizá necesitada de ser rescatada de la costumbre. Uno de los fines que Juan Pablo II, en su carta apostólica, asignaba al año eucarístico del 2004, era el de resucitar el «estupor eucarístico», es decir, la capacidad de asombrarse nuevamente ante la «enormidad» (así la define Claudel) que es la Eucaristía.
La Misa está compuesta de tres momentos esenciales: la liturgia de la palabra, la liturgia eucarística y la comunión. Reflexionaremos sobre cada una de estas tres partes.
En los comienzos de la Iglesia la liturgia de la palabra estaba separada de la liturgia eucarística. Los discípulos participaban en el culto del templo. Allí escuchaban la lectura de la Biblia, recitaban los salmos y las oraciones junto con los demás hebreos; luego se reunían aparte en sus casas para «partir el pan», es decir, celebrar la Eucaristía (Hech 2, 43). Muy pronto esta praxis se hizo imposible tanto por la hostilidad respecto de ellos por parte de la comunidad hebrea, como porque las Escrituras habían adquirido ya para ellos un sentido nuevo, orientado todo hacia Cristo.
Fue así como la escucha de la Escritura se trasladó del templo o de la sinagoga a los lugares de culto cristiano, convirtiéndose en la actual liturgia de la palabra que precede a la plegaria eucarística. San Justino, en el siglo II, da una descripción de la celebración eucarística en la que ya están presentes todos los elementos esenciales de la actual Misa. No sólo la liturgia de la palabra es parte integrante de ella, sino que a las lecturas del Antiguo Testamento se acercan en ese momento «las memorias de los apóstoles», es decir, los evangelios y las cartas, prácticamente el Nuevo Testamento.
Escuchadas en la liturgia, las lecturas bíblicas adquieren un sentido nuevo y más fuerte que cuando son leídas en otros contextos. No tiene tanto el objetivo de conocer mejor la Biblia, cuanto el de reconocer a quién se hace presente el la fracción del pan, el de iluminar cada vez un aspecto del misterio que se va a recibir. Esto es lo que se ve en el episodio de los dos discípulos de Emaús: escuchando la explicación de las Escrituras, el corazón de los discípulos comenzó a ablandarse de modo que luego fueron capaces de reconocerlo en la fracción del pan.
En la misa, las palabras y los episodios de la Biblia no son solamente narrados, sino revividos: la memoria se hace realidad y presencia. Lo que sucedió «en aquel tiempo», tiene lugar «en este tiempo», «hoy» (hodie), como le gusta expresarse a la liturgia. Nosotros no sólo somos oyentes de la palabra, sino interlocutores y actores en ella. A nosotros, allí presentes, se nos dirige la palabra; somos llamados a asumir el puesto de los personajes evocados.
Algunos ejemplos ayudarán a entender. En la primera lectura, se lee el episodio de Dios que habla a Moisés desde la zarza ardiente: en la Misa, nosotros estamos ante la verdadera zarza ardiente…. De Isaías se lee que recibe en los labios el carbón ardiente que le purifica para la misión: nosotros vamos a recibir en los labios el verdadero carbón ardiente, el que ha venido a traer fuego a tierra… Ezequiel es invitado a comer el rollo de los oráculos proféticos y nosotros nos disponemos a comer a quien es la palabra misma hecha carne y hecha pan…
La cosa se hace todavía más clara en el momento en el que del Antiguo Testamento pasamos al Nuevo, de la primera lectura al texto evangélico.. La mujer que sufría hemorragias está segura de que será curada si logra tocar el borde del manto de Jesús: ¿Qué decir de nosotros que vamos a tocar mucho más que el borde de su manto? Escuchaba yo una vez en el evangelio el episodio de Zaqueo y fui tocado por su «actualidad». Yo era Zaqueo; a mí se dirígían las palabras: Hoy debo alojarme en tu casa; de mí, tras haber recibido la comunión, se podía decir con toda verdad: ¡Ha ido a alojarse a casa de un pecador! Y era a mí a quien Jesús decía: Hoy ha llegado la salvación a esta casa.
Lo mismo se puede decir de cualquier otro episodio evangélico. En el domingo II del Tiempo Ordinario de este año se leía en la misa el evangelio de las bodas de Caná. Con claridad extraordinaria se me pareció cómo en la Misa se renueva el milagro de Caná. El diácono que llena los tres cálices era uno de los servidores que llenaban las tinajas de agua. En el momento de la consagración sentí que estaba asistiendo al milagro del agua que se convertía en vino. En la comunión, como uno de los invitados, era consciente de que saboreaba el vino mejor. Y no se trataba de una aplicación arbitraria, porque se sabe que el simbolismo eucarístico está dentro del relato evangélico de Canà.
No sólo los hechos, sino también las palabras del evangelio escuchadas en la Misa, adquieren un sentido nuevo y más fuerte. Un día de verano, me encontraba celebrando la Misa en un pequeño monasterio de clausura. Como texto evangélico teníamos Mateo 12. No olvidaré nunca la impresión que me hicieron las palabras de Jesús: Aquí ahora hay uno que es más que Jonás…, Aquí ahora hay uno que es más que Salomón. Entendía que aquellos dos adverbios «ahora» y «aquí» significaban verdaderamente ahora y aquí, es decir, en ese momento y en ese lugar, no sólo en el tiempo en el que Jesús estuvo en la tierra hace tantos siglos.
Tuve un escalofrío que me sacudió de mi sopor: allí, delante de mí, había, por tanto, uno que era más que Jonás, más que Salomón, más que Abraham, más que Moisés: ¡Estaba el Hijo de Dios vivo y verdadero¡ Desde ese día de verano, esas palabras se me han hecho queridas y familiares de modo nuevo. A menudo, en la Misa, en el momento en que hago la genuflexión y me levanto tras la consagración, me viene repetir en mi interior: ¡Aquí hay uno que es más que Salomón! ¡Aquí hay uno que es más que Jonás!.
Pasamos ahora a explicar el segundo momento de la misa, la liturgia eucarística. Jesús, después de haber partido el pan y mientras lo daba a sus discípulos, dijo: Tomad, comed, éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros (Mt 26, 26; Lc 22, 19). Quiero contar, a propósito de esto, mi pequeña experiencia, es decir cómo llegué a descubrir la dimensión eclesial y personal de la consagración eucarística.
Desde mi ordenación yo vivía de este modo el momento de la consagración en la santa misa: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de aislarme de todo aquello que me rodeaba para ensimismarme sólo en Jesús que, en el cenáculo, antes de morir, pronunció por primera vez aquellas palabras: Tomad, comed… La misma liturgia favorecía este comportamiento, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies, revueltos hacia el retablo y no hacia la asamblea.
Después, un día me di cuenta de que tal comportamiento, por sí solo, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Aquel Jesús del cenáculo ya no existe!, ahora existe el Jesús resucitado; para ser exactos, el Jesús que había muerto y que ahora vive para siempre (cfr. Ap 1, 18). Y este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y cuerpo inseparablemente unidos. Así pues, si este Cristo total es el que pronuncia las palabras de la consagración, también yo las pronuncio con él. En el gran «Yo» de la Cabeza, se esconde el pequeño «yo» del cuerpo que es la Iglesia. Está también mi pequeñísimo «yo» y también él dice a quien está delante: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros.
Desde el día en que comprendí esto, ya no cierro los ojos en el momento de la consagración, sino que miro a los hermanos que tengo delante o, si celebro solo, pienso en aquellos que encontraré durante el resto de la jornada y a los que tendré que dedicar mi tiempo, o pienso incluso en toda la Iglesia y, dirigido a ellos, digo como Jesús: Tomad, comed, esto es mi cuerpo.
Algunas palabras de san Agustín, se encargaron más tarde de despejar cualquier duda sobre esta intuición mía, haciéndome ver que esta actitud pertenecía a la doctrina más «sana» de la tradición: «En el sacramento del altar se le muestra que, ofreciendo a Dios la oblación, la Iglesia se ofrece a sí misma (in ea re quam offert, ipsa offertur)» .
Por lo tanto, todo es transparente y seguro en esta visión de la consagración eucarística. Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de María Virgen», resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real, y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su inseparable unión con la Cabeza. No hay ninguna confusión entre las dos presencias que son bien distintas, pero tampoco hay división alguna.
Nuestra ofrenda y la ofrenda de la Iglesia no sería nada sin la de Jesús; no sería ni santa ni agradable a Dios, porque sólo somos criaturas pecadoras. Pero la ofrenda de Jesús, sin la de la Iglesia que es su cuerpo, no sería suficiente (no sería suficiente, claro está, para la redención pasiva, es decir, para recibir la salvación; pero sí lo sería para la redención activa, es decir, para procurar la salvación);esto es tan verdadero que la Iglesia puede decir con san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cfr. Col 1, 24).
Y puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar -el que se debe transformar en el cuerpo y la sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que se debe transformar en el cuerpo místico de Cristo-, hay también dos «epíclesis» en la misa, es decir, hay dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera se dice: «Por eso, Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo»; en la segunda, que se recita después de la consagración, se dice: «Y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él (el Espíritu) nos transforme en ofrenda permanente».
Jesús explicaba las cosas del reino con parábolas: adoptemos por una vez su método y tratemos de entender, con la ayuda de una parábola moderna, lo que sucede en la celebración eucarística. En una gran hacienda había un dependiente que amaba y admiraba desmesuradamente al dueño de la empresa. Por su cumpleaños quiso hacerle un regalo. Pero antes de presentárselo pidió en secreto a todos sus colegas que pusieran su firma en el regalo. Por tanto, llegó a manos del dueño como el regalo indistinto de todos sus dependientes y como un signo de estima y de amor de todos ellos, pero, en realidad, sólo uno había pagado el precio del mismo.
¿No es exactamente lo que sucede en el sacrificio eucarístico? Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. Quiere hacerle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más precioso que se pueda pensar: el de su misma vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» para que pongan su firma en el regalo, de modo que llega a Dios Padre como el regalo indistinto de todos sus hijos: «el sacrificio mío y vuestro», lo llama el sacerdote en el Orate fratres (Orad hermanos). Pero, en realidad, sabemos que sólo uno ha pagado el precio de dicho regalo. ¡Y qué precio!
Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz, como explica la oración que acompaña el gesto: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana». Nuestra firma es, sobre todo, ese Amén solemne que la liturgia hace que pronuncie toda la asamblea como final de la Plegaria eucarística: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! Es como quien dijera: «Me uno a lo que se ha hecho y dicho, lo suscribo a todo.
Ahora sabemos cómo la eucaristía hace la Iglesia: la eucaristía hace la Iglesia, haciendo de la Iglesia una eucaristía. La eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o la causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir su modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la eucaristía, debe ser eucaristía con Jesús.
Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida cotidiana. Si en la consagración somos también nosotros los que decimos, dirigiéndonos a los hermanos, «Tomad, comed, esto es mi cuerpo; tomad, bebed, ésta es mi sangre», debemos saber qué significan «cuerpo» y «sangre» para saber lo que ofrecemos.
¿Qué quería darnos Jesús, con aquellas palabras de la última cena: «Esto es mi cuerpo»? La palabra «cuerpo» no indica, en la Biblia, un componente o una parte del hombre que, unida a los otros componentes, que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el lenguaje de Jesús y en el de Pablo, «cuerpo» designa al hombre entero, al hombre en su totalidad y unidad; designa al hombre en cuanto que vive en una condición corpórea y mortal. «Cuerpo» indica, pues, toda la vida. Jesús, al instituir la eucaristía, nos ha dejado como don toda su vida, desde el primer instante de la encarnación hasta el último momento, con todo lo que concretamente había llenado dicha vida: silencio, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones…
Después Jesús dice también: Ésta es mi sangre. ¿Qué añade con la palabra «sangre», si con su cuerpo ya nos ha dado toda su vida? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, nos da también la parte más preciosa de ésta: su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica una parte del cuerpo, es decir, no se refiere a una parte del hombre; este término indica más bien un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (esto es lo que se creía entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte.
Ahora, descendiendo a cada uno de nosotros, podemos preguntarnos qué ofrecemos al entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre junto con Jesús en la misa. Ofrecemos también nosotros lo mismo que ofreció Jesucristo, nuestro Señor: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo aquello que constituye la vida que llevamos a cabo en este cuerpo: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, quizá esa sonrisa que sólo un espíritu que vive en un cuerpo puede ofrecer y que es, a veces, algo extraordinario.
Con la palabra «sangre», expresamos también nosotros la ofrenda de nuestra muerte; pero no necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por los hermanos. Es muerte todo aquello que en nosotros, desde ahora, prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades, limitaciones debidas a la edad, a la salud, todo aquello que nos «mortifica».
Todo esto exige, sin embargo, que cada uno de nosotros, nada más salir a la calle al término de la misa, nos pongamos manos a la obra para realizar lo que hemos dicho; que, a pesar de todos nuestros límites, nos esforcemos realmente en ofrecer para los hermanos nuestro «cuerpo», es decir, nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra atención; en una palabra, nuestra vida.
Tratemos de imaginar qué sucedería si celebrásemos la Misa con esta participación personal, si dijéramos realmente todos, en el momento de la consagración, unos en voz alta y otros en silencio, cada uno según su ministerio: Tomad, comed… Imaginemos una madre de familia que celebra así su misa, y después va a su casa y empieza su jornada hecha de multitud de pequeñas cosas. Su vida es, literalmente, desmigajada; pero lo que hace no es en absoluto insignificante: ¡Es una eucaristía junto con Jesús!
Pensemos en una religiosa que viva de este modo la Misa; después también ella se va a su trabajo cotidiano: niños, enfermos, ancianos… Su vida puede parecer fragmentada en miles de cosas que, llegada la noche, no dejan ni rastro; una jornada aparentemente perdida. Y, sin embargo, es eucaristía; ha «salvado» su propia vida.
Imaginemos un sacerdote, un párroco, un obispo, que celebra así su misa y después se va: ora, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… También su jornada es eucaristía. Un gran maestro de espíritu, decía: «Por la mañana, en la misa, yo soy el sacerdote y Jesús es la víctima; durante la jornada, Jesús es el sacerdote y yo soy la víctima» (P. Olivaint).
¿Y los jóvenes? ¿Qué tiene que decir la Eucaristía hoy a los jóvenes? Basta que pensemos una cosa: ¿Qué quiere el mundo de los jóvenes y de las chicas, hoy? ¡el cuerpo, nada más que el cuerpo! El cuerpo, en la mentalidad del mundo es esencialmente un instrumento de placer y de goce. Algo que vender, exprimir mientras se es joven y atractivo y luego para tirar, junto con la persona, cuando ya no sirve para estos fines. Especialmente el cuerpo de la mujer se ha convertido en mercancía de consumo. Pensemos en el uso que de él se hace en el mundo del espectáculo, en cierta publicidad, en los periódicos, televisiones, internet.
Enseñemos a decir a los jóvenes y chicas cristianas, en el momento de la consagración: Tomad, comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Así se consagra el cuerpo, se convierte en algo sagrado, ya no se puede «dar en alimento» a la concupiscencia propia y ajena, ya no se puede vender, porque se ha entregado. Se ha hecho eucaristía con Cristo.
El apóstol Pablo escribía los primeros critianos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor…. glorificad pues a Dios con vuestro cuerpo (1Cor 6, 13.20); glorifica a Dios con el propio cuerpo el célibe y la virgen que lo consagran a un amor indiviso a Cristo, en favor de los hermanos; glorifica a Dios con el propio cuerpo quien se casa, haciendo de él un don de amor para la alegría del cónyuge y para la transmisión de la vida.
Pero el «cuerpo» no es sólo sexualidad. Decir: «Esto es mi cuerpo» significa, para un joven, decir también: ¡Esta es mi juventud, mis ganas de vivir, mi entusiasmo, mi alegría, mi esperanza: todo ello cosas de las que quiero hacer un don también para vosotros!
Pero no hay que olvidar que también hemos ofrecido nuestra «sangre», es decir, nuestras pasiones, las mortificaciones. Éstas son la mejor parte que el mismo Dios destina a quien tiene más necesidad en la Iglesia. Cuando ya no podemos seguir ni hacer aquello que queremos, es cuando podemos estar más cerca de Cristo. Gracias a la eucaristía, ya no existen vidas «inútiles» en el mundo; nadie debería decir: «¿De qué sirve mi vida? ¿Para qué estoy en el mundo?» Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio vivo, una eucaristía con Jesús.
Nos queda de presentar ahora el tercer momento esencial de la Misa, la comunión. Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come», queriendo decir con ello que en el hombre no existe una diferencia cualitativa entre materia y espíritu, sino que todo en él se reduce al componente orgánico y material. Y con ello, se ha vuelto a dar, una vez más, el hecho de que un ateo, sin saberlo, ha dado la mejor formulación de un misterio cristiano. Gracias a la eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come. Hace ya mucho tiempo, escribía san León Magno: «Nuestra participación en el cuerpo y sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos»
Pero escuchemos lo que dice, a propósito de esto, el mismo Jesús: Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí (Jn 6, 57). La preposición «por» (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final: indica a la vez un movimiento de proveniencia y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive «por» Él, es decir, a causa de Él, en virtud de la vida que proviene de Él, y vive «en vista de» Él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Como Jesús vive del Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.
En efecto, el principio vital más fuerte es el que asimila consigo al menos fuerte, no al contrario. El vegetal es el que asimila al mineral, no al contrario; es el animal el que asimila al vegetal y al mineral, no al contrario. Así ahora, en el plano espiritual, el principio divino es quien asimila consigo al humano, no al contrario. De manera que mientras en todos los demás casos quien come es quien asimila lo que come, aquí el que es comido asimila a quien lo come. A quien se acerca a recibirlo Jesús le repite lo que decía a Agustín: «No serás tú quien me asimile, sino que seré yo quien te asimile».
Estos son ejemplos clásicos. En cambio, querría insistir en otro aspecto de la comunión eucarística sobre el cual se habla menos. La carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 31). Ahora bien, según san Pablo, la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo del marido llega a ser de la esposa y, viceversa, el cuerpo de la esposa llega a ser del marido (cf. 1Co 7,4). («Cuerpo», hemos visto significa en la Biblia toda la persona, no solamente su componente física).
Aplicado a la Eucaristía, esto significa que la carne incorruptible y vivificadora del Verbo encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡también Cristo «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre! Él nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero también nosotros podemos decirle: «Toma, esto es mi cuerpo».
No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debe decir: «¡Ah, Jesús no sabe lo que quiere decir ser una mujer, estar casado, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser persona de color!» Si lo sabes tú, también lo sabe él, gracias a ti y en ti. Lo que Cristo no ha podido vivir «según la carne», habiendo sido su existencia terrena, como la de todo hombre, limitada a algunas experiencias, lo vive y «experimenta» ahora como resucitado «según el Espíritu», gracias a la comunión esponsal de la Misa. Todo lo que «faltaba» a la plena «encarnación» del Verbo se «realiza» en la Eucaristía. La beata Isabel de la Trinidad comprendió el motivo profundo de esto cuando escribía: «La esposa pertenece al esposo. El mío me ha tomado. Quiere que sea para Él una humanidad añadida».
En el rito de la misa anterior a la reforma, antes de iniciar el ofertorio, el sacerdote se dirigía al pueblo con el saludo Dominus vobiscum (El Señor esté con vosotros) y esto es lo que el poeta Claudel leía en esas palabras y en la mirada implorante del sacerdote:
«¡El Señor esté con vosotros, hermanos! Hermanos, ¿me oís?
Mi pequeña grey, no es sólo la patena, no es sólo el cáliz con el vino,
eres tú, toda entera, mi pequeña grey, lo que yo querría tener y levantar entre manos…
Ahora se te presenta el plato para la ofrenda; ¿no tienes otra cosa que esa mísera moneda para poner en él?…
¿No tienes otra cosa que abrir que tu monedero?
¿No hay aquí nadie que sufre?…
¿No hay afligidos entre vosotros? ¿De verdad? ¿Ningún pecado, ningún dolor?
¿Ninguna madre que haya perdido el hijo? ¿Ningún fracasado sin culpa propia?
¿Ninguna chica abandonada por el novio porque el hermano le ha devorado la dote?
¿Ningún enfermo al que el médico haya diagnosticado y que sabe que ya no tiene esperanza?
¿Por qué, pues, sustraer a Dios lo que le pertenece y es suyo?
¡Vuestras lágrimas y vuestra fe, vuestra sangre con la suya en el cáliz!
Junto con el vino y el agua ¡esta es la materia de su sacrificio!
Esto es lo que rescata al mundo con él, esto es aquello de lo que tiene sed y hambre,
Estas lágrimas como monedas arrojadas en el agua, Dios mío, ¡tanto sufrimiento desperdiciado!
¡Tened piedad de él que sólo tuvo treinta y tres años para sufrir!
¡Unid vuestra pasión a la suya, visto que sólo se puede morir una vez!».
Pero dar a Jesús nuestras cosas -cansancios, dolores, fracasos y pecados-, es sólo el primer acto. Del dar se debe enseguida pasar, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! Si no damos este «golpe temerario» nunca entenderemos «la enormidad» que es la Eucaristía.
Hay un acto que, realizado con los hombres es pecado y está penado por la ley y que, en cambio, con Cristo no sólo está permitido, sino que es sumamente recomendable: «la apropiación indebida». ¡En cada comunión Cristo nos «instiga» a hacer una apropiación indebida! («Indebida», es decir, ¡no debida, no merecida, puramente gratuita!). Nos permite apoderarnos de su santidad.
¿En donde se realizará, concretamente, en la vida del creyente, ese «maravilloso intercambio» (admirabile commercium) del que habla la liturgia, si no se realiza en el momento de la comunión? Allí tenemos la posibilidad de dar a Jesús nuestros harapos y recibir de Él el manto de la justicia (Is 61,10). En efecto, está escrito que por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (1Co 1,0). Lo que Cristo se ha convertido «para nosotros» nos está destinado, nos pertenece. Es un descubrimiento capaz de poner alas a nuestra vida espiritual.
Nos hemos limitado hasta ahora a meditar sobre el aspecto vertical de la comunión, la comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero en la eucaristía se realiza también una comunión horizontal, esto es, con los hermanos. San Pablo dice: El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (I Co 10, 16-17).
En este fragmento, se menciona dos veces la palabra «cuerpo»; la primera vez designa el cuerpo real de Cristo; la segunda, su cuerpo místico que es la Iglesia. Al acercarme a la eucaristía ya no puedo desentenderme del hermano; no puedo rechazarlo sin rechazar al mismo Cristo y separarme de la unidad. Quien en la comunión pretendiera ser todo él fervor por Cristo, después de haber apenas ofendido o herido a un hermano sin pedirle perdón, o sin estar decidido a hacerlo, se parece a alguien que al encontrar después de mucho tiempo a un amigo suyo, se eleva de puntillas para besarlo en la frente y mostrarle así todo su afecto, sin darse cuenta de que le está pisando los pies con sus zapatos de clavos. Los pies de Jesús son los miembros de su cuerpo, especialmente aquellos más pobres y humillados. Él ama estos «pies» suyos y le podría gritar a dicho amigo: ¡ Me honras sin fundamento!
El Cristo que viene a mí en la comunión, es el mismo Cristo indiviso que se dirige también al hermano que está a mi lado; por así decirlo, él nos une unos a otros, en el momento en que nos une a todos a sí mismo.
San Agustín nos recuerda que no podemos obtener un pan si los granos que lo componen no han sido primero «molidos». Para ser molidos no hay nada más eficaz que la caridad fraternal, especialmente para quien vive en comunidad: el soportarse unos a otros, a pesar de las diferencias de carácter, de puntos de vista, etc. Es como una muela que nos lima y nos afila cada día, haciéndonos perder nuestras asperezas naturales. Una canción española que me gusta mucho dice: «Un molino la vida nos tritura con dolor – Dios nos hace eucaristía en el amor».
Ahora hemos comprendido lo que significa decir: Amén y a quién decimos: Amén en el momento de la comunión. Se proclama: «¡El cuerpo de Cristo!» y nosotros respondemos: ¡Amén! Decimos Amén al cuerpo santísimo de Jesús nacido de María y muerto por nosotros, pero decimos también Amén a su cuerpo místico que es la Iglesia y que son, concretamente, los hermanos que están a nuestro alrededor, en la vida o en la mesa eucarística.